22 décembre 2008

The Fairy Feller’s Master-Stroke, Richard Dadd.

Pienso en Richard Dadd pintando durante nueve años, de
1855 a 1864, The fairy-fellers master-Stroke en el manicomio
de Broadmoor. Un cuadro de dimensiones más bien reducidas
que es un estudio minucioso de unos cuantos centímetros de
terreno —yerbas, margaritas, bayas, guijarros, zarcillos, avella-
nas, hojas, semillas— en cuyas profundidades aparece una po-
blación de seres diminutos, unos salidos de los cuentos de ha-
das y otros que son probablemente retratos de sus compañeros
de encierro y de sus carceleros y guardianes. El cuadro es un
espectáculo: la representación del mundo sobrenatural en el
teatro del mundo natural. Un espectáculo que contiene otro,
paralizador y angustioso, cuyo tema es la expectación: los per-
sonajes que pueblan el cuadro esperan un acontecimiento in-
minente.
The Fairy Feller’s Master-Stroke, Richard Dadd. TATE Gallery.

El centro de la composición es un espacio vacío,
punto de intersección de todas las fuerzas y miradas, claro en
el bosque de alusiones y enigma; en el centro de ese centro hay
una avellana sobre la que ha de caer el hacha de piedra del le-
ñador. Aunque no sabemos qué esconde la avellana, adivina-
mos que, si el hacha la parte en dos, todo cambiará: la vida
volverá a fluir y se habrá roto el maleficio que petrifica a los
habitantes del cuadro. El leñador es joven y robusto, está ves-
tido de paño (o tal vez de cuero) y cubre su cabeza una gorra
que deja escapar un pelo ondulado y rojizo. Bien asentado en
el suelo pedregoso, empuña en lo alto, con ambas manos, el
hacha. ¿Es Dadd? ¿Cómo saberlo, si vemos la figura de espal-
das? No obstante, aunque sea imposible afirmarlo con certeza,
no resisto la tentación de identificar la figura del leñador con
la del pintor. Dadd está encerrado en el manicomio porque,
durante una excursión en el campo, presa de un ataque de lo-
cura curiosa, había asesinado a hachazos a su padre. El leñador
se dispone a repetir el acto pero las consecuencias de esta re-
petición simbólica serán exactamente contrarias a las que pro-
dujo el acto original; en el primer caso, encierro, petrificación;
en el segundo, al romper la avellana, el hacha del leñador rom-
pe el hechizo. Un detalle turbador: el hacha que ha de acabar
con el hechizo de la petrificación es un hacha de piedra. Magia
homeopática.



A todos los demás personajes les vemos las caras. Unos
emergen entre los accidentes del terreno y otros forman un
círculo hipnotizado en torno a la nefasta avellana. Cada uno
está plantado en su sitio como clavado por un maleficio y todos
tejen entre ellos un espacio nulo pero imantado y cuya fascina-
ción siente inmediatamente todo aquel que contempla el cua-
dro. Dije siente y debería haber dicho: presiente, pues ese espa-
cio es el lugar de una inminente aparición. Y por esto mismo
es, simultáneamente, nulo e imantado: no pasa nada salvo la
espera. Los personajes están enraizados en el suelo y son, lite-
ral y metafóricamente, plantas y piedras. La espera los ha in-
movilizado —la espera que suprime al tiempo y no a la angus-
tia. La espera es eterna: anula al tiempo; la espera es instantánea,
está al acecho de lo inminente, de aquello que va a ocurrir de
un momento a otro: acelera al tiempo. Condenados a esperar
el golpe maestro del leñador, los duendes ven interminable-
mente un claro del bosque hecho del cruce de sus miradas y en
donde no ocurre nada. Dadd ha pintado la visión de la visión,
la mirada que mira un espacio donde se ha anulado el objeto
mirado. El hacha que, al caer, romperá el hechizo que los pa-
raliza, no caerá jamás. Es un hecho que siempre está a punto
de suceder y que nada ocurrirá. Entre el nunca y el siempre
anida la angustia con sus mil patas y su ojo único.


Texro: El mono gramático, Octavio Paz. Ed. Seix Barral












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