12 décembre 2009

Conversaciones con ZYGMUNT BAUMAN.



"Vivimos inmersos en ese desierto de incertidumbre, pero todavía cabe salvar un punto de referencia: la difícil aceptación de una responsabilidad acompañada de la perenne preocupación por haber completado un error. La voz de la responsabilidad se hace pues perceptible sólo en la disonancia de las opiniones, mientras el consenso y la unanimidad anuncian la tranquilidad del cementerio."

Usted nació en una ciudad alemana que se convirtió en territorio polaco al final de la Primera Guerra Mundial. Luego se refugió en la Unión Soviética y desde hace unos años trabaja por elección en Inglaterra. ¿Desde su experiencia académica y personal, cómo define hoy la noción de identidad?

Ludwig Wittgenstein siempre oscilaba entre la Viena natal y su tierra adoptiva inglesa; cierta vez comentó que el mejor lugar para resolver un problema filosófico era una estación de tren. Aunque bueno, aquellos eran viejos tiempos, cuando no se vivía con la prisa de la actualidad. No creo que hoy Wittgenstein hubiera dicho lo mismo respecto de un aeropuerto. Aún así sus reflexiones mantienen la misma fuerza. A mí me ayudaron a entender, de qué modo, en nuestros tiempos, la identidad tiende a ser algo tan provisorio, endeble, vulnerable, que obliga repetidamente a revisar los ‘planes a largo plazo’ (o lo que Jean-Paul Sartre llamaba ‘project de la vie’); se demuestra muy vívidamente lo poco confiables y riesgosas que son en general las resoluciones a largo plazo. Por primera vez en la historia, el cuerpo humano constituye la única entidad cuya expectativa de vida se ha prolongado. En cambio, todas aquellas instituciones sobre las cuales nuestros antecesores solían planificar sus existencias (asuntos públicos, ideologías, formas de vida, reglas de conducta, criterios de éxito y estrategias para una vida satisfactoria, etc.) tienen hoy una expectativa de vida mucho más corta.

¿Qué relación hay entre su concepto de modernidad líquida y su noción de identidad?


En nuestra modernidad líquida, las obligaciones de vida demandan una necesaria fluidez; permanecer inalterado representa una siniestra perspectiva y aterradora amenaza. En un instante y sin ningún aviso, los activos se pueden transformar en deudas. De allí, la contradicción contra la que todos debemos pelear. Tener identidad significa estar claramente definido, sugiere continuidad y persistencia, pero precisamente es esa continuidad y persistencia la que le otorga a la fluidez una tendencia algo suicida.

Sin duda, la idea de identidad siempre estuvo, cada vez que apareció, dividida por una contradicción interna: sugería una especie de distinción que tendía a desdibujarse.

La identidad enfrenta un doble dilema: debe servir a una propuesta de emancipación individual tanto como a un plan de membresía colectiva que sobrepasa cualquier idiosincrasia particular. La busca de identidad implica someterse a un fuego cruzado, a una convergencia de dos fuerzas opuestas. Hay una doble propuesta en la cual la pretendida identidad (identidad como problema y cometido) se debate y por la cual debe luchar en vano por emanciparse. Navega entre dos extremos de individualidad y total pertenencia, el primer extremo es inalcanzable, mientras que el segundo, como un agujero negro, debe absorber y eliminar todo lo que flota en su cercanía. Cada vez que es elegido como el destino de una excursión, la identidad inevitablemente hace vacilar cualquier movimiento hacia dos direcciones.

¿Es evitable esa contradicción?

La identidad presagia un peligro mortal para el individuo y la colectividad, aunque ambas recurran a ella como un arma de autodestrucción. El camino a la identidad es un interminable campo de batalla entre el deseo de libertad y la demanda de seguridad. Por esta razón, la guerra de la identidad permanecerá siempre inconclusa y sin ganadores, y la causa de la identidad continuará destacándose al tiempo en que se disimulen sus instrumentos y objetivos. Quienes practican y disfrutan de esta nueva inestabilidad, suelen relacionarla con cierta idea de libertad. Sin embargo, tener una inestable y provisoria identidad no es un estado de libertad sino más bien una obligatoria, interminable y nunca victoriosa guerra por la liberación. Cuando la identidad haya dejado de ser un asunto molesto (porque es imposible desprenderse de ella), y pase a ser un cómodo legado, las obligaciones que se presumen y esperan que duren de aquí a la eternidad, se habrán transformado en un inconcluso y exasperadamente ambiguo esfuerzo por desprenderse de las cargas del pasado. Aquel que persigue la identidad es comparable a un ciclista: la sanción por frenar un pedal es la caída, y hay que seguir pedaleando para mantenerse en pie. Avanzar con dificultades es un compromiso sin alternativas.

Al pasar de un episodio a otro sin rumbo, viviendo a través de los sucesos consecutivos de un destino desconocido, guiado por el afán de borrar el pasado antes que por el deseo de delinear el futuro, la identidad del actor queda atrapada en su presente; es decir, se niegan las bases de su propio futuro. Y, al mismo tiempo, el pasado de cada identidad se encuentra esparcido en los consejos inservibles de anteayer, que ayer mismo fueron desechados por constituir una pesada carga.

La idea central de la identidad, a partir de la cual se podrá emerger con un cambio continuo, incólume y probablemente reforzado, es que el homo eligens, el hombre elige para sí mismo un estado de permanente no resistencia, de auténtica inautenticidad. En la era de la modernidad líquida, sobre los negocios, Richard Sennett escribió: "Los negocios perfectamente viables son aniquilados y abandonados, los empleados capaces son echados antes que premiados, simplemente porque la organización debe mostrar que el mercado es capaz de cambiar". Al reemplazar "negocio" por "identidad", "empleados capaces" por "posesiones y compañeros" y "organización" por "uno mismo", se obtiene una fiel versión de la condiciones que definen al homo eligens.

¿Cuál es su análisis en relación a los episodios de xenofobia que se suceden a nivel mundial? Ejemplo: incendios en Francia.

No hay nada nuevo aquí. De hecho la mayoría de las novedades parecen inéditas por la brevedad de nuestra memoria colectiva. Los actores han cambiado, pero no las acciones.

Hace casi un siglo, el gran sociólogo Georg Simmel, sugirió que la lucha, a menudo violenta, es ante todo un trámite preliminar para la integración. Demostró que los faccionarios habían aceptado (ya sea de manera entusiasta o desanimada) los valores dominantes de la época y deseaban unírseles a aquellos que practicaban (sin éxito) dichos valores. Los disturbios callejeros del siglo XIX y el "good deal" del siglo XX pueden ser explicados como las manifestaciones de las clases bajas golpeando tan fuerte como podían las puertas de la sociedad que se les cerraban en las narices. Sus violentas protestas desencadenaban reacciones también violentas. Los "establecidos" no deseaban que los "marginados" fueran admitidos.

Las "revueltas raciales" parecen ser el resultado de que aún no se ha disuelto la jerarquía de antiguos valores. Cien años atrás se tenía como asumido que Europa era la expresión más sobresaliente de la evolución humana; el resto de la gente, que quería ser tratada como europea, debía renunciar a cualquier rasgo de identidad que los alejara de los estándares europeos. Se esperaba que los aspirantes asimilaran e imitaran cada detalle del estilo de vida europeo. Sin embargo, uno de los efectos actuales de la globalización es que tenemos un mundo repleto de diásporas, territorios habitados por miembros de cualquier grupo étnico o religioso que constituyen reminiscencias más de archipiélagos que de continentes. Para muchos de los integrantes de esos grupos, la superioridad del estilo de vida europeo no es ninguna obviedad. De hecho son reacios a abandonar sus propias tradiciones, que consideran buenas o aún mejores que aquellas que encontraron en el nuevo país al que han emigrado. Su idea de integración no imposibilita el derecho a la diferencia. Y seamos francos: ¿no es ésta acaso una prueba de que ellos han asimilado y aceptado las ideas europeas? ¿Acaso no aplaudimos la variedad y juramos apoyar el derecho a la diferencia? En la práctica siempre nos referimos a nuestro derecho a la diferencia, no a la de ellos…

A pesar de su diagnóstico alarmante se vislumbra esperanza en todos sus ensayos. ¿En qué radica esa esperanza?

La gente optimista afirma que el mundo que tenemos es el mejor posible; los pesimistas son personas que desconfían que los optimistas tengan razón. Así que por lo tanto, no soy ni optimista ni pesimista porque creo firmemente en otra alternativa (y quizá mejor): de que un mundo mejor es posible para mis congéneres humanos, y que la posibilidad de lograrlo es real.

En el post scriptum de su obra magna, La Misére du Monde (La Miseria del mundo), el último Pierre Bordieu (hablando en nombre de los países europeos y las extensiones transoceánicas) señalaba que el número de personajes de la escena política que abarcaban y articulaban las expectativas y demandas de sus electores se está encogiendo rápidamente. El espacio de la política se está replegando sobre sí mismo y necesita ser abierto nuevamente; para ello es necesario traer los problemas privados y anhelos inarticulados y ponerlos en relación directa con el proceso político (y viceversa).

Esto es más fácil decirlo que hacerlo aunque el discurso público está inundado de las pre-nociones de Emilie Durkheim, presunciones raramente aclaradas y menos aún consideradas de manera crítica. La experiencia subjetiva es llevada a un nivel en el que el discurso público y cualquier tipo de problema privado es categorizado, reciclado en el discurso público y representado como tema público. Para servir a la humanidad, la sociología necesita empezar por aclarar cuál es su sitio. Las valoraciones críticas de estas pre-nociones deben conjugarse con un esfuerzo por hacer visible y audible aquellos aspectos de la experiencia que normalmente se quedan lejos de los horizontes individuales, o detrás de los umbrales de la conciencia individual.

Un momento de reflexión debe hacer consciente aquellos mecanismos que delinean una vida dolorosa e inconducente. Dibujar las contradicciones bajo un haz de luz no significa resolver las mismas. Un largo y tortuoso camino se expande entre el reconocimiento de las raíces de los problemas y su erradicación, y dar el primer paso no asegura que más adelante no se deba dar otros pasos. Sólo el mismo camino nos llevará hasta el fin. Y aún así no hay que negar la crucial importancia de la compleja cadena de eslabones que existe entre el dolor sufrido individualmente y las condiciones producidas colectivamente. En sociología, y aún más en la sociología que se ocupa de estar al día con sus tareas, el comienzo es más decisivo que ninguna otra parte. Siempre es el primer paso lo que designa y pavimenta el camino para la enmienda que de otro forma no existiría, dejando sólo anunciado tal sendero.

De hecho, necesitamos repetir después de Pierre Bordieu: "Aquellos que tienen la oportunidad de dedicar sus vidas al estudio del mundo social, no pueden permanecer neutrales e indiferentes, en frente de las luchas que tendrá que afrontar el mundo en el futuro".

Jean Pierre Dupuy describió la inevitable catástrofe. Mientras que Dupuy señalaba y profetizaba tal catástrofe, nosotros podemos hacer lo inevitable evitable y quizá así lo inevitable terminará por no acontecer. "Estamos condenados a la vigilancia perpetua", nos advierte. La falta de vigilancia es una condición necesaria para que tal catástrofe suceda. Proclamar su evitabilidad y pensar en la continuación de la presencia de la humanidad en la Tierra como una negación de la auto destrucción es, por un lado, una condición necesaria (y suficiente) para que esa catástrofe no suceda.

Los profetas delinearon su sentido de misión a través de las creencias de Dupuy, sobre la inminente catástrofe. Ellos insistieron sobre la inminencia de este Apocalipsis no porque soñaran con trofeos académicos (revindicaban tal visión) sino porque deseaban mostrar que estaban equivocados, ya que no veían otra forma de prevenir tal catástrofe.

A no ser que sea reprimida y domesticada, la globalización negativa convierte a la catástrofe en algo inevitable. Sólo cuando esta profecía sea considerada con seriedad, la humanidad podrá albergar albergar alguna expectativa de impedir la catástrofe. La única posibilidad es comenzar una terapia en contra de este creciente miedo, mirar a través de él, estudiar sus raíces… En definitiva: sólo enfrentando el miedo se lo podrá erradicar.

La llegada del nuevo siglo puede conducirnos a la catástrofe final. O puede ser el tiempo en el que se gestione un nuevo pacto entre los intelectuales y la gente. La elección entre estas dos alternativas aún se encuentra de nuestro lado. Yo creo que, en estas circunstancias, la pérdida de la esperanza es el mayor desastre que le puede acontecer a la humanidad. Tener esperanzas es nuestra obligación.

Usted afirma que nuestra época es la de lo líquido, que vivimos en la modernidad líquida. ¿Por qué?


Durante mucho tiempo intenté captar los rasgos característicos de esta época y ahí surgió el concepto de lo líquido. Es un concepto positivo, no negativo. Como dice la enciclopedia, lo fluido es una sustancia que no puede mantener su forma a lo largo del tiempo. Y ese es el rasgo de la modernidad entendida como la modernización obsesiva y compulsiva. Una modernidad sin modernización es como un río que no fluye. Lo que llamo la modernidad sólida, ya desaparecida, mantenía la ilusión de que este cambio modernizador acarrearía una solución permanente, estable y definitiva de los problemas, la ausencia de cambios. Hay que entender el cambio como el paso de un estado imperfecto a uno perfecto, y el estado perfecto se define desde el Renacimiento como la situación en que cualquier cambio sólo puede ser para peor. Así, la modernización en la modernidad sólida transcurría con la finalidad de lograr un estadio en el que fuera prescindible cualquier modernización ulterior. Pero en la modernidad líquida seguimos modernizando, aunque todo lo hacemos hasta nuevo aviso. Ya no existe la idea de una sociedad perfecta en la que no sea necesario mantener una atención y reforma constantes. Nos limitamos a resolver un problema acuciante del momento, pero no creemos que con ello desaparezcan los futuros problemas. Cualquier gestión de una crisis crea nuevos momentos críticos, y así en un proceso sin fin. En pocas palabras: la modernidad sólida fundía los sólidos para moldearlos de nuevo y así crear sólidos mejores, mientras que ahora fundimos sin solidificar después.

¿Qué consecuencias tiene esta inestabilidad para la sociedad y los individuos?

El sentimiento dominante hoy en día es lo que los alemanes llaman “Unsicherheit”. Uso el término alemán porque dada su enorme complejidad nos obliga a utilizar tres palabras para traducirlo: incertidumbre, inseguridad y vulnerabilidad. Si bien se podría traducir también como “precariedad”. Es el sentimiento de inestabilidad asociado a la desaparición de puntos fijos en los que situar la confianza. Desaparece la confianza en uno mismo, en los otros y en la comunidad.

¿Cómo se concreta esta precariedad?

En primer lugar como incertidumbre: tiene que ver con la confianza en las instituciones, con el cálculo de los riesgos en que incurrimos y del cumplimiento de las expectativas. Pero para calcular correctamente estos riesgos se necesita un entorno estable, y cuando el entorno no lo es entonces se da la incertidumbre. Un joven decide estudiar con la esperanza de que se convertirá en alguien con unas habilidades que serán apreciadas por la sociedad, que será un miembro útil de la misma. Pero todos estos esfuerzos no dan ningún fruto, ya que la sociedad ya no necesita individuos con estas habilidades. En segundo lugar como inseguridad, y tiene que ver con el lugar social de cada cual, con las conexiones de los individuos (amigos, colegas, conocidos… ), las afinidades electivas como Goethe y Weber las llamaban, con los individuos que seleccionamos de entre la masa para tener una relación personal con ellos. Para establecer estas relaciones son necesarias por lo menos dos personas, pero para romperlas basta con uno. Esto nos mantiene en un estado de inquietud, ya que no sabemos si a la mañana siguiente nuestro compañero habrá decidido que ya no quiere saber nada más de nosotros. El tercero es el problema de la vulnerabilidad, de la integridad corporal, y de nuestras posesiones, de mi barrio y de mi calle.
¿En qué medida la amenaza terrorista determina esta inseguridad?

El terrorismo es el último factor que se ha añadido para aumentar esta vulnerabilidad. Pero antes existía el miedo de la clase baja, el miedo del inmigrante que ha abandonado su tierra y ya no se siente acogido en ningún lugar. Esto lleva a las comunidades tipo gueto, encerradas en un muro que no permite la entrada de extraños. A esto hay que añadir el creciente número de pánicos a los que nos vemos sometidos: envenenamiento de las substancias, del aire, la comida, los cigarrillos. Lo que hoy es sano mañana puede ser tóxico, mortal. ¿Cómo es posible estar seguro de algo en un mundo así? Se confirma así la sospecha de que el punto neurálgico de la precariedad ha pasado a ser la vulnerabilidad.

Pero, ¿no encontramos ningún elemento estable en la modernidad líquida?


En la modernidad líquida la única entidad que tiene una expectativa creciente de vida es el propio cuerpo. La modernidad sólida confiaba en que más allá de la brevedad de la existencia humana se encontraba la sociedad imperecedera. ¿Quién diría algo semejante hoy en día? Yo mismo tengo 78 años y, sólo durante mi estancia en el Reino Unido, he vivido en cuatro sociedades completamente distintas y eso sin moverme del mismo lugar: eran las cosas a mi alrededor las que cambiaban. Así pues, yo soy el elemento más imperecedero de mi biografía. A este fenómeno lo denomino la crisis del largo plazo: el único largo plazo es uno mismo, el resto es el corto plazo.

¿Qué hemos ganado con el advenimiento de la modernidad líquida?


Libertad a costa de seguridad. Mientras que para Freud gran parte de los problemas de la modernidad provenían de la renuncia a gran parte de nuestra libertad para conseguir más seguridad, en la modernidad líquida los individuos han renunciado a gran parte de su seguridad para lograr más libertad.

¿Cómo lograr un equilibrio entre ambas?


No creo que nunca se pueda alcanzar un equilibrio perfecto entre ellas, pero debemos perseverar en el intento. La seguridad y la libertad son igualmente indispensables, sin ellas la vida humana es espantosa, pero reconciliarlas es endiabladamente difícil. El problema es que son al mismo tiempo incompatibles y mutuamente dependientes. No se puede ser realmente libre a no ser que se tenga seguridad y la verdadera seguridad implica a su vez la libertad, ya que si no eres libre cualquiera que pasa por ahí, cualquier dictador, puede acabar con tu vida. Todas las épocas han intentado equilibrar ambas. La idea del estado de bienestar y las iniciativas que propició en la segundad mitad del siglo XX, como, por ejemplo, la asistencia médica universal, surgen de una comprensión profunda de la relación entre seguridad y libertad. Ya lo dijo Franklin Delano Roosevelt: hay que liberar a la gente del miedo. Si se tiene miedo no se puede ser libre, y el miedo es el resultado de la inseguridad. La seguridad nos hará libres.

En los últimos años se ha concentrado en el concepto de comunidad. ¿En qué medida la seguridad va asociada a la idea de una comunidad cerrada?

Es necesario dejar claro que no puede haber comunidades cerradas. Una comunidad cerrada sería insoportable. Estamos demasiado acostumbrados a la libertad para no considerar que una comunidad cerrada sería como una prisión. Por otra parte, vivimos en un mundo globalizado y la comunidad no se puede crear artificialmente. La sentencia: “es magnífico vivir en una comunidad”, demuestra por sí misma que uno no forma parte de una comunidad, porque una verdadera comunidad sólo existe si no es consciente de que ella misma es una comunidad. La comunidad se acaba cuando surge la elección, cuando el hecho de formar parte de una comunidad depende de la elección del individuo. Nuestras comunidades actuales no son cerradas, sólo se mantienen porque sus miembros se dedican a ellas, tan pronto como desaparezca el entusiasmo de sus miembros por mantener la comunidad ésta desaparece con ellos. Son artificiales, líquidas, frágiles. No se pueden cerrar las fronteras a los inmigrantes, al comercio, a la información, al capital. Hace pocas semanas miles de personas en Inglaterra se encontraron de repente desempleadas, ya que el servicio de información teléfonico había sido trasladado a la India, en donde hablan inglés y cobran una quinta parte del salario. No es posible cerrar las fronteras.

¿Entonces para qué sirve el concepto de comunidad?

Los científicos necesitan el concepto de experimento ideal. Efectivamente, un experimento así, en el que todo está controlado no es posible, pero la idea nos sirve de criterio para valorar los experimentos existentes. O la idea de justicia. No existe una sociedad perfectamente justa, ya que es imposible satisfacer las distintas visiones del mundo presentes en la sociedad. Pero sin la idea de justicia la sociedad sería terrible, sería el “todo vale”. Lo mismo vale para la comunidad, necesitamos la solidaridad que implica, el hecho de estar juntos, de ayudarnos y cuidarnos mutuamente. Somos seres humanos en la medida en que estamos en compañía de seres humanos, no basta con estar en presencia física de otros seres humanos, es necesaria la compañía. Si no existiera la idea de comunidad no consideraríamos que la falta de solidaridad es un error.

¿Cómo se forma y mantiene en la actualidad la solidaridad en las comunidades?


Hay expresiones ocasionales de solidaridad. Piense, por ejemplo, en lo que ha sucedido en España después del terrible atentado en Madrid. La nación se solidarizó con las víctimas. Fue una reacción mucho más bonita que la de los americanos después del 11-S. Ellos expresaron miedo y reaccionaron de manera individualizada, cada cual portaba la foto de su familiar o amigo fallecido. Aquí, en cambio, todos sintieron que una bomba contra cualquiera era una bomba contra ellos mismos. Por ello portaban pancartas en las que simplemente habían escrito de manera ostensible “NO”. Creo que la memoria de estos hechos permanecerá y que ejercerá alguna influencia, en forma de solidaridad, sobre la vida cotidiana. Pero uno nunca sabe lo que puede suceder. En mi anterior visita a Barcelona me impresionaron mucho las sábanas blancas en los balcones, las señales contra la guerra, esa tremenda expresión de solidaridad en toda la ciudad. Mi mujer se preguntó primero si es que en Barcelona todo el mundo hace la colada el mismo día, ya que al principio no podíamos entender lo que sucedía. Supongo que se trata de un modo específicamente español de reaccionar solidariamente. Pero en general, lo que sucede son expresiones ocasionales de solidaridad. A veces no por razones tan nobles como éstas a las que me he referido. Por ejemplo, llevo 33 años viviendo en Leeds, una área muy aburrida, gris, de clase media, en donde impera una indiferencia política absoluta. Desde que vivo allí sólo en una ocasión hubo cierta excitación política con manifestaciones, reuniones, distribución de panfletos y todo eso. El asunto en cuestión era la construcción de un campo de gitanos a cuatro millas de la ciudad. Eso también fue una expresión de solidaridad.

Entonces la solidaridad tiene tanto un sentido positivo como uno negativo.

Sí, eso es lo que sucede con la tendencia de las comunidades a cerrarse. La solidaridad se crea mediante una frontera: un interior donde estamos nosotros y un exterior donde están ellos. En el interior el paraíso de la seguridad y la felicidad, en el exterior el caos y la jungla. Eso es la comunidad cerrada. La palabra no tendría sentido si no implicara la oposición. Y por eso es muy bueno que no podamos construir la comunidad cerrada. Pero también es bueno que tengamos esta idea, ya que podemos discutir sobre el tamaño que debería tener la comunidad. ¿Debería ser tan grande como la de Kant, la “unión universal de toda la humanidad”? ¿ O sólo la comunidad española? ¿O la catalana? Pero ninguna comunidad cerrada incluye a todo el mundo, ya que alcanza su totalidad en tanto que se aísla del exterior, del resto. Es bueno tener la idea de una comunidad que nos incluya a todos, e incluso diría que está en el orden del día. Yo no lo veré porque soy viejo, pero su generación puede acercarse a esa comunidad, ya que las alternativas son demasiado horribles como para pensar que se van a imponer. Nos debemos acercar a la comunidad de toda la humanidad o acabaremos matándonos los unos a los otros.

Pero ¿no apunta el mundo actual hacia lo contrario, hacia el unilateralismo de los Estados Unidos?

Cuando oigo esto siempre me viene a la mente un chiste irlandés: un coche se detiene y el conductor le pregunta a uno que pasa por ahí: “¿Cuál es el camino hacia Dublín?” Y el otro responde: “Si yo quisiera ir a Dublín no saldría de aquí.” Hay mucha verdad en ese chiste. Estoy de acuerdo en que éste es un mundo muy poco propicio para iniciar el camino, sería mejor otro mundo, pero no hay otro que éste. No podemos renunciar a llegar a Dublín sólo porque no estamos en el punto de partida idóneo. Tenemos, es cierto, este imperio mundial de asalto de los EE.UU. que no trabaja para conseguir una comunidad de toda la humanidad, sino que al contrario alimenta el terrorismo y el antagonismo y hace las cosas aún más difíciles. Yo no soy optimista pero tengo esperanza. Hay una diferencia entre optimismo y esperanza. El optimista analiza la situación, hace un diagnóstico y dice, hay un 25% de posibilidades etc. Yo no digo eso, sino que tengo esperanza en la razón y la consciencia humanas, en la decencia. La humanidad ha estado muchas veces en crisis. Y siempre hemos resuelto los problemas. Estoy bastante seguro de que se resolverá, antes o después. La única verdadera preocupación es cuántas víctimas caerán antes. No hay razones sólidas para ser optimista. Pero Dios nos libre de perder la esperanza.

Miedos líquidos, miedos modernos Empecemos por el final... ¿qué es Liquid fears?

Es un inventario de los miedos modernos. También un intento de descubrir las fuentes comunes de esos terrores, los obstáculos que se acumulan en el camino de su descubrimiento, y las maneras de desactivarlos o hacerlos inofensivos. Este libro, en otras palabras, no es sino una invitación para reflexionar sobre el comportamiento y para actuar reflexivamente, pero no un libro de recetas ni de fórmulas mágicas. Su único propósito es el de alertarnos para estar preparados ante la tarea que todos nosotros, sin duda alguna, vamos a tener que asumir a lo largo de la mayor parte del presente siglo si queremos que la humanidad pueda sentirse al final del mismo más segura y confiada de lo que se siente en sus comienzos.

¿Le parece entonces que vivimos más asustados que nunca?

Desde luego. Verá, desgraciadamente una de las pocas cosas que no escasean en nuestros días, carentes por otra parte de certezas y seguridad, son precisamente ocasiones para estar aterrorizado. Los temores son muchos y variados, reales e imaginarios... un ataque terrorista, las plagas, la violencia, el paro, terremotos, tornados, el hambre, enfermedades, accidentes, al otro... Gentes de muy diferentes clases sociales, sexo y edades, se sienten atrapados por sus miedos, personales, individuales e intransferibles, pero también existen otros globales que nos afectan a todos. El problema, sin embargo, es que esos temores no son fáciles de asimilar.
¿Por qué?

Porque, como nos golpean uno a uno, en una sucesión constante aunque azarosa, desafían nuestros esfuerzos (si es que en realidad hacemos esos esfuerzos) de engarzarlos y seguirles la pista hasta encontrar sus raíces comunes, que es en realidad la única manera de combatirlos cuando se vuelven irracionales. Todos juntos resultan mucho más aterradores al ser tan difícil comprenderlos, pero sobre todo nos espeluznan por el sentimiento de impotencia que nos despiertan. Tras fracasar en nuestro intento por comprender sus orígenes y su lógica (si es que el miedo tiene alguna lógica), tenemos que reconocer que estamos también a oscuras y tan petrificados cuando aparecen como para tomar precauciones –por no mencionar cómo prevenir los peligros que anuncian o luchar contra ellos. Nosotros simplemente carecemos de las herramientas y de las habilidades necesarias para aprovecharlos. Los peligros que tememos sobrepasan con mucho nuestra capacidad de reacción.

¿Por qué parece que no hay solución?


Porque aunque los temores que atormentan a la mayoría suelen ser muy similares, cada uno intenta combartirlos de manera individual, y en la mayor parte de los casos con recursos inadecuados. Sería más eficaz combatir el miedo uniendo nuestros recursos, pero en esta sociedad individualizada parece imposible una acción solidaria.
Hablando de miedos, ¿a qué se debe que los europeos nos sintamos en un mundo tan hostil?

Quizá porque antes creíamos que el resto del mundo nos debía hospitalidad. Kapuscinski asegura que el humor del planeta ha cambiado de manera casi subterránea. El dominio económico y militar europeo no tuvo rival los cinco últimos siglos, de manera que Europa actuaba como punto de referencia y se permitía premiar o condenar las demás formas de vida humana pasadas y presentes, como una suerte de corte suprema. Bastaba con ser europeo, dice Kapuscinski, para sentirse el amo del mundo, pero eso ya no ocurrirá más: pueblos que hace sólo medio siglo se postraban ante Europa muestran una nueva sensación de seguridad y autoestima, así como un crecimiento vertiginoso de la conciencia de su propio valor y una creciente ambición para obtener y conservar un puesto destacado en este nuevo mundo multicultural, globalizado y policéntrico.

Y eso afecta al papel de Europa en el mundo...


Por supuesto. Hoy ningún no europeo cree que lo que ocurre en Europa puede afectar a su vida de verdad. Lo que realmente importa ocurre ahora en otro escenario, así que la presencia europea es cada vez menos visible, tanto física como sobre todo espiritualmente. De ahí la abrupta caída de la autoconfianza de los europeos, y el renovado interés por una “nueva identidad europea” útil en el juego planetario actual, en el cual las reglas y las apuestas han cambiado drásticamente y continuarán cambiando lejos del control e incluso de la influencia de Europa.

¿Y no puede hacer nada para recuperar protagonismo?


Claro, pero para eso antes debe renunciar a jugar un papel secundario, debe dejar de resignarse y de creer que no puede hacer nada para mejorar el estado del mundo. Si admitimos, con George Steiner, que es absurdo suponer que Europa podrá rivalizar con el poder económico, militar y tecnológico de Estados Unidos y de los nuevos imperios asiáticos, resulta evidente que el papel europeo ha de referirse al espíritu y al intelecto.

Es decir, que si no puede aferrarse a la geopolítica ni a la economía, le quedan los valores.

Exactamente. Europa puede y debe intentar hacer del planeta un lugar más hospitalario, conforme a unos valores distintos a los que representa y promueve la superpotencia americana. El “genio” de Europa es su diversidad, ese prodigioso mosaico linguístico, cultural y social que a menudo hace que una distancia en apariencia trivial, como podrían ser 20 kilómetros, marque una división entre mundos. Por eso Europa se echará a perder si no lucha por sus idiomas, sus tradiciones locales y su autonomía social, por sus valores, por lo que representa en la historia de la Humanidad, si olvida, en definitiva, que “Dios está en los detalles”. Como decía Kafka, si no encuentras nada en los pasillos, abre las puertas; si no encuentras nada tras las puertas, busca en los demás pisos; y si no encuentras nada ahí, no te preocupes, sube las escaleras. Mientras sigas subiendo, las escaleras no terminarán. Porque se están acumulando demasiadas evidencias de que la única superpotencia mundial está fracasando en su intento de conducir al planeta a una coexistencia pacífica; más aún, nos está conduciendo a un desastre inminente.

La eficacia del terror Una afirmación muy radical.

Tal vez, pero no hay duda alguna de que, en términos de armas de destrucción masiva, Estados Unidos no tiene igual, pues gasta anualmente una suma equivalente al gasto militar conjunto de los siguientes 25 países, pero su poderío militar no garantiza mayor seguridad...

¿Cómo es posible?

Porque emplea de manera ina-decuada su maquinaria militar. Antes de enviar sus tropas a Iraq, Donald Rumsfeld aseguró que “ganaría la guerra cuando los americanos se sintieran seguros de nuevo”. Pero el envío de tropas a Iraq disparó el nivel de inseguridad en Estados Unidos y en todas partes. Lejos de disminuir, los espacios sin ley, los campos de actuación del terrorismo internacional han crecido hasta al-
canzar dimensiones inconcebibles. Han pasado cuatro años y el terrorismo ha ido cobrando fuerzas –extensiva e intensivamente– año a año. Los atentados terroristas se han sucedido en Tunez, Bali, Mombasa, Riad, Estambul, Casablanca, Jakarta, Madrid, Sharm el Sheik y Londres; además, según el Departamento de Estado Americano, de los 651 actos terroristas “significativos” de 2004, 198 sucedieron en Iraq, nueve veces más que un año antes (sin contar los ataques diarios a las tropas americanas), cuando, paradójicamente, las tropas habían sido enviadas con la misión explícita de terminar con la amenaza terrorista. Iraq, desgraciadamente, se ha convertido en un aviso del poder y la eficacia del terror, proque cada bomba americana provoca más terrorismo.

¿Por qué sostiene en su libro que esta nueva sociedad está sitiada?


Porque aquello que seguimos llamando sociedad, esa cualidad imaginaria en la que política y poder confluyen, está siendo atacado por dos frentes. Por un lado el poder se está evaporando hacia arriba, al espacio planetario, que es el dominio de los negocios extraterritoriales. Por el otro, la política se escapa hacia el espacio de las fuerzas del mercado y de lo que llamo la "política de la vida": el espacio de los individuos con alianzas tenues que tratan con esmero -pero con resultados prácticamente nulos- de encontrar soluciones privadas a los problemas públicos. Las instituciones políticas heredadas de los tiempos en que el poder y la política estaban al nivel del Estado-nación moderno se mantienen atadas a una localidad exactamente como antes, sin la posibilidad de resistir -y ni qué hablar de controlar- las presiones de lo poderes globales. De esta manera están imposibilitadas de desempeñar sus papeles tradicionales y los ceden a las fuerzas del mercado o las dejan abiertas a la iniciativa y a la responsabilidad individual. El resultado final es el sentimiento generalizado de que cada uno de nosotros está por las suyas, de que nada se gana uniendo las fuerzas y preocuparse por una buena sociedad es una pérdida de tiempo: es el debilitamiento de la
solidaridad social con la consecuente fragilidad de los lazos humanos.

¿Cómo influye esto en nuestra búsqueda de la felicidad?

La nuestra es una sociedad crecientemente individualizada, en la cual el ser competitivo, más que solidario y responsable, es considerado clave para el éxito. Y dado que la felicidad de larga duración, la felicidad que crece en el tiempo gracias a su cultivo cuidadoso y paciente, es concebible sólo en un entorno predecible y en el que se respeten las normas, la búsqueda de momentos felices o de éxtasis episódicos está tendiendo a reemplazarla. La felicidad es vista como momentos, como encuentros breves, más que como un derivado de la consistencia, la cohesión, la lealtad y el esfuerzo a largo plazo que sostenían la mayor parte de los filósofos modernos.

¿Y cómo afecta a las relaciones humanas, sobre todo al amor?

Hace que las relaciones entre las personas se vuelvan de una extrema ambivalencia y ansiedad. Por un lado, en un ambiente líquido necesitamos amigos más que en ningún otro momento del pasado. Por otro lado, sin embargo, la amistad es un tango para dos y requiere de un compromiso firme y permanente, que nos puede atar las manos en caso de que la situación cambie y aparezcan nuevas oportunidades más atractivas. El problema es que esas condiciones no son las ideales para que florezcan la verdadera amistad, ni el amor.

¿Por qué considera que el eslogan "pensar globalmente, actuar localmente" es hoy errado y peligroso?

Los problemas generados globalmente pueden ser resueltos solamente por una acción global. Hay dos posibles repuestas a la dependencia global. Una es la estrategia de atrincherarse: cerrar todas las puertas con llave con la esperanza de poder crear para nosotros un pequeño nicho de seguridad frente al territorio salvaje que hay afuera. Es la estrategia equivocada, porque en el planeta globalizado la democracia, la seguridad o el bienestar de un solo país es imposible. Nadie puede sentirse seguro a menos que habite un planeta seguro. La segunda alternativa, y para mí la única lógica, es la responsabilidad global, que significa aceptar la responsabilidad que ya de hecho cargamos, a sabiendas o no, del bienestar y la supervivencia de los demás, y actuar de acuerdo con esa responsabilidad.

¿Pero es posible la convivencia pacífica en un contexto en el cual un grupo (como el fundamentalismo islámico hoy) tiene capacidad de actuar en cualquier lugar, y los países y ciudadanos están temerosos de sus propias minorías?

Es que prácticamente no hay alternativa a intentar vivir juntos en paz y respeto mutuo (es decir, la otra alternativa, la única, es morir juntos). Para tomar un concepto de Claude Lévi-Strauss, podemos decir que en la era de la modernidad clásica, "sólida", los problemas que menciona eran atacados por una combinación de estrategias antropofágicas (es decir que se "devoraba" a las minorías étnicas, culturales, religiosas o lingüísticas a través de la asimilación forzosa) y antropoémicas (se las forzaba a emigrar o directamente se las aniquilaba físicamente). Ninguna de estas dos estrategias puede llevarse a cabo hoy sin una condena global y, con un poco de suerte, con acción acorde, como ocurrió en Bosnia y Kosovo pero no, para nuestra vergüenza, en Ruanda y muchos otros lugares. La única ruta que está abierta es la de aprender a respetar al otro y negociar un modus vivendi a través de un diálogo que se mantenga en el tiempo. No digo que sea fácil, pero sí insisto en que en nuestros tiempos, como nunca antes, las demandas éticas y los intereses propios de la supervivencia apuntan en la misma dirección y sugieren idénticas estrategias.

¿Cómo se evita afectar a la gente inocente de una cultura o religión considerada una amenaza, al tiempo que se refuerzan las medidas de seguridad?

Estereotipar a los otros, ponerlos en una categoría "culpable" y por lo tanto convertirlos en sospechosos a priori es la peor y más ineficiente manera que uno puede imaginar de reforzar la seguridad. Ningún terrorista puede hacer tanto daño a nuestra seguridad como nosotros mismos al responder a sus amenazas coartando los derechos humanos de tal manera. La presencia de otros en nuestro ambiente implica, por supuesto, un riesgo, pero significa también una gran oportunidad de aprender el arte de la convivencia mutuamente beneficiosa. Es decir, tratar al otro como nos tratamos a nosotros mismos: no como una categoría predefinida sino como un conjunto de individuos, buenos o malos, razonables o no, pero todos pertenecientes a la misma especie humana, con lo mismos sueños y con las mismas cosas sin las cuales no podemos vivir. Las lágrimas de las madres que perdieron a su hijo, o las de los niños que quedaron huérfanos parten el corazón y son igualmente amargas en cualquier cultura o religión.

Ya no nos sirve "posmodernidad". ¿Tampoco sirve un término como "multiculturalismo"?

Repito: en un planeta globalizado no hay "afuera", no hay "tierra de nadie" a la cual "los otros" puedan ser deportados. Las diferencias culturales y todas las otras están aquí para quedarse. Pero "multiculturalismo" puede entenderse de dos maneras muy distintas. La manera incorrecta: toda idiosincrasia cultural es igualmente buena e intocable sólo por ser idiosincrásica. Y está la manera correcta: aquí estamos todos, tan diferentes como la historia nos ha hecho y, porque somos diferentes pero todos humanos, cada uno de nosotros debe enriquecer el contenido de nuestra común humanidad a través de la convivencia. Esa convivencia debe incluir, claro, como es habitual entre amigos, un debate continuo y serio sobre los valores y los méritos de cada contribución. Porque inevitablemente algunas soluciones culturales a problemas humanos compartidos son mejores que otras, y son las mejores las que más van a contribuir a la causa de la felicidad humana.

"La globalización, consecuencias humanas" es el título en castellano de uno de sus libros, y la formulación de una de sus preocupaciones más constantes, expresada frecuentemente con un lenguaje crudo que no excluye hablar de "desechos humanos". ¿A qué se refiere?

A la gente que es considerada superflua, excluida, fuera de juego; verdaderos excedentes humanos. Este es un término nuevo. Hace 50 años apenas se utilizaba. La gente hablaba de desempleados, lo que conlleva un matiz de provisionalidad. Desempleado quiere decir, literalmente, "sin empleo", lo que revela que se trata de una situación excepcional, no es la norma. Un desempleado formaba parte, por decirlo de alguna manera, de la reserva del ejército del trabajo; estás temporalmente en la reserva, a la espera de que te llamen de nuevo al campo de batalla. Si hablas con cualquier general, te dirá que los soldados en la reserva deben estar adecuadamente entrenados, prestos para incorporarse en cualquier momento a filas.

Se consideraba natural que el Estado se ocupase de este ejército laboral en la reserva. Lo que se llamaba estado de bienestar era en realidad un estado social en el sentido de que sus principios básicos eran proveer de seguros colectivos para las disfunciones individuales. Esto era así más allá de posturas de derecha o izquierda, porque ambas estaban de acuerdo en que la gente desempleada debía estar cuidada para incorporarse cuando fuera necesario, en cualquier momento.

Pero ahora se usa el término "excedente", lo que significa que la gente es superflua, innecesaria. El progreso de la industria ha consistido en cortar la fuerza laboral (de trabajo). Cuanto menos trabajadores empleados, más eficiente es la economía. Este es el progreso económico. Esta gente ya no es funcional desde un punto de vista productivo.

Por otra parte, tampoco podrían ser útiles como consumidores, porque la economía consiste en un mercado de consumidores. Si hay una recesión, los dirigentes sostienen que la economía se recuperará cuando se recupere el consumo. Pero los excedentes humanos, sin dinero, no pueden ser considerados futuros consumidores.

Esta es una consecuencia de la globalización. La otra es que eres realmente superfluo. La economía sería mejor si desaparecieras, de modo que los excedentes son una especie de desaparecidos. En todos los países occidentales, la cuestión social -más pronunciada en Estados Unidos de América (EUA), pero también en Europa- consiste, respecto a esta gente, no en incluirla en el sistema productivo, puesto que no son considerados agentes revitalizadores de la economía, sino en dejarlos fuera. O excluirlos en guetos urbanos, en áreas cerradas; o los convierten en población penal. Hay un aumento de población penitenciaria en los países occidentales. En EUA hay más población negra en las cárceles que en las escuelas. El problema de los excedentes humanos se convierte así en un problema criminal, de política penal.

¿Es éste un fenómeno nuevo, propio de la globalización? ¿De dónde viene?

Todo esto viene de la Modernidad, que desde el principio produce personas excedentes, no queridas, desempleados; de hecho, fuera de lugar. Hay una obsesión compulsiva por la construcción del orden social, en el que cada cual tiene su lugar asignado. Tomemos como metáfora un jardín; si eres jardinero, hay plantas a las que cuidas, y otras que no caben en tu diseño del jardín. Siempre que creas un orden, existe el conflicto entre el orden racional y la sucia realidad. Hay minorías perseguidas, sectas religiosas, minorías étnicas que se resisten a incorporarse. Hay una clase de gente que no encaja. La Modernidad consiste en producir orden, orden y más orden, cada día más perfecto. El desorden de ayer se supera con el orden de hoy. Y eso genera una producción constante de gente excedente. Esto es el progreso económico.

En los siglos XVII y XVIII nacen los excedentes humanos. Antes no había. Si eras granjero y tenías un hijo, formaba parte automáticamente de la granja, que era un asunto familiar. Con el inicio de la Modernidad esto cambia: si eres granjero o artesano, ya hay tecnología que convierte en inútil tu trabajo, que te coloca fuera de la productividad.

Lo que ocurre es que, durante los últimos 200 años, la Modernidad estaba limitada a unas partes del mundo, y los excedentes humanos se enviaban a lugares vacíos, a "vacilandia". España exportó excedentes a América; Inglaterra, a Asia y África; Francia, a Nueva Caledonia y Argelia; toda Europa exportó a Norteamérica y Canadá. Por supuesto que en estos sitios había personas que habían nacido allí, pero nadie las tuvo en cuenta porque no producían. Hoy, por primera vez en la historia, la Modernidad abarca todo el mundo. Esto es lo que significa la globalización.

Esto es lo que querían los filósofos ilustrados. Es fuerte lo que voy a decir, pero es así: ya no hay lugares vacíos donde arrojar los desperdicios humanos. Ahora todos los países, todas las regiones, son modernas, de modo que producen gente excedente, están también obsesionados con la construcción de este orden. Los países del Sur también producen gente excedente, pero cuando llegan por el Estrecho no se les deja pasar, puesto que España no es un lugar vacío.

Otro resultado de esta industria de producción de deshechos humanos que es la globalización son los refugiados, víctimas de guerras tribales en África en busca de su espacio, y también en Europa, como hemos visto en la antigua Yugoslavia. Por ejemplo, en el Congo, después del genocidio de Ruanda, hay campos de refugiados que funcionan desde hace 15 años, que tienen más gente que las provincias vecinas, pero no salen en los mapas. Están en ningún sitio, viven en un no lugar.

Es gente excedente que va, literalmente, a ningún sitio. Hay seres humanos que ya nacen siendo refugiados y mueren refugiados, que no tienen futuro ni posibilidad de movilidad; no tienen nada. Como dijo Jean Paúl Sartre, no tienen proyecto de vida. Son una clase de desecho humano, al amparo de la ONU y de organizaciones humanitarias, pero humanitarismo no significa solidaridad humana, sino mantener a esta gente en su sitio. Los mantienen fuera de juego, no los incorporan al orden social.

Da la sensación de que no se están ofreciendo las respuestas políticas adecuadas; incluso que las respuestas más bien forman parte del problema que de la solución, que no son nada tranquilizadoras...

Nos alarmamos ante las amenazas terroristas globales, pero con este panorama no debería sorprendernos de que haya terrorismo o ataques suicidas, porque esta gente no tiene nada que perder, es la única manera que tienen de sentirse útiles. En 1920 se publicó un libro en Alemania defendiendo la idea de la necesidad de matar a esta gente superflua, para la que la mejor solución es desaparecer. En un sentido irónicamente paradójico, la idea de este sujeto de matar a quienes no encajaban en el orden social se está cumpliendo en esta gente que se está matando para hacer su vida significativa. Clausewitz decía que la guerra es la continuación de la política con otros medios. Yo digo que la guerra es la ausencia de política.

Por ejemplo, los objetivos de la guerra de Iraq cambiaron muchas veces durante la guerra. No sabemos qué hacer ni hablamos de medios colectivos para conseguirlo. No hay visión de conjunto, sino que nos dejamos llevar por los medios, que son los que dictan los fines, y hacemos cosas como decir "¿qué podemos hacer? vamos a bombardear Iraq o Afganistán. Bombardeemos Afganistán para acabar con el terrorismo". Cosa estúpida donde las haya, porque se destruyeron muchas cosas en ese país, pero desde luego no el terrorismo. ¿Dónde está Bin Laden? ¿dónde está Al Qaeda? El hecho es que cada bomba yanqui provoca más terrorismo.

Las políticas no se diseñan para resolver problemas. Yo suelo utilizar el concepto de reconocimiento del terreno, que en el lenguaje militar se hace antes de trazar la estrategia. Sólo después los generales, en torno a un mapa, diseñan la guerra. Nosotros llevamos a cabo esta exploración del terreno cuando ya hemos entrado en batalla. Y este continuo reconocimiento del terreno no aporta soluciones, sino que produce problemas. Y lo que provoca más problemas es que no hay ninguna institución, ninguna autoridad global que pueda reflexionar sobre los problemas que van más allá de los locales. Son problemas que exceden los límites del Estado. Necesitamos un sistema jurídico global. Lo que no puede ser es que las instituciones locales aporten soluciones globales: se quedan cortas. España no puede resolver problemas españoles, porque los problemas españoles forman parte de una globalidad.

El trabajo ha sido durante siglos un factor -el factor por excelencia- de inclusión social, pero usted argumenta que esto ya se acabó. ¿Qué mecanismos de inclusión funcionan ahora?

Haré algunas comparaciones ilustrativas. Dos misiles de crucero cuestan 1.600 millones de dólares. Con esta suma podríamos construir un albergue infantil para miles de niños, dándoles educación, salud, etc. Con la misma suma se podría alimentar a 270.000 angoleños hambrientos durante un mes. Eso sólo con dos misiles. En los 3 primeros días de ataque a Bagdad se lanzaron 320. Cualquiera puede hacer las cuentas. Ahora la ONU está intentando conseguir 2.000 millones de dólares para reconstruir Bagdad. Al mismo tiempo, el presidente Bush está pidiendo al Congreso de EUA 65.000 millones para la guerra. Este es otro ejemplo. Hay un fondo para África subsahariana de 40.000 millones de dólares anuales, al que contribuyen varios países, entre ellos España. Y también los Estados Unidos, con 1.300 millones, una cantidad ligeramente superior a lo que cuesta un solo avión espía norteamericano (1.200 millones).

Lo más interesante es que hay 115 millones de niños que no tienen acceso a ningún tipo de educación, sin oficio ni beneficio y que educarlos costaría, según la ONU, 5.600 millones de dólares al año. La guerra en Iraq, según los datos actuales, ha costado 65.000 millones de dólares, y probablemente aumentará, lo que significa que lo que cuesta la guerra en Iraq podría proporcionar educación a estos niños durante 12 años. Estas cifras revelan qué queremos hacer en realidad. Este es el secreto de la inclusión y la exclusión. Es un tema de uso racional de los recursos. El Planeta está lleno de recursos. El hambre hoy significa no tener acceso a alimentos, pero los alimentos existen. Se pueden producir fácilmente. El problema es que no tenemos la determinación, la voluntad de usar los recursos para proveer de dignidad a todo el mundo.
¿Qué nos falta, qué falla?

El concepto de solidaridad humana. Hay un librito de Kant de hace 200 años que habla de la unificación universal de la humanidad: habitamos un planeta redondo, lo que significa que todos estamos a la misma distancia unos de otros. Kant, que era muy racional, dijo que no hay otra solución que desarrollar la hospitalidad entre nosotros, que tenemos que desarrollar medios para hacerla posible. Este librito no fue considerado importante, a pesar de que su autor estaba en la cresta de la ola. Ahora vuelve a ser muy popular. La superpoblación actual, el excedente, no tiene otra solución: o nos matamos, empezamos a disparar a los inmigrantes ilegales que vienen de esos nolugares, o seguirán viniendo, sea como inmigrantes o como terroristas. O esto, que es lo que hasta ahora hemos hecho (guerras mundiales, por ejemplo), que a nosotros nos va bien, o desarrollamos caminos de convivencia, que es más que la tolerancia, que viene a significar que respeto lo que haces, pero que no me importa nada. La solidaridad es la mutua responsabilidad, porque cualquier cosa que hagamos afecta a todos. Dependemos todos los unos de los otros. Nunca pensamos en las consecuencias, no asumimos responsabilidad sobre nuestra responsabilidad. No somos conscientes de nuestras políticas. Admito que es difícil vivir con otras personas.

En los primeros tiempos de la Modernidad, cuando había gente distinta viviendo en los mismos estados, se veía como un problema temporal, porque terminaría siendo incorporada en la nación unida. Hace unos años, hablar bretón o vasco en público era motivo de arresto. Más tarde o más temprano, todo el mundo acababa hablando el mismo idioma. Ahora ya no es así. La idea de asimilación se ha acabado, porque para que esta idea funcione hace falta admitir que una cultura es superior y que hay que civilizar a los incivilizados, pero esto se ha acabado. Se ha acabado que los turcos que van a Alemania tengan que ser alemanes. Ellos quieren seguir siendo turcos. Hay que aprender el arte de vivir diariamente con la diferencia. Hannah Arendt, excelente filósofa y escritora, habla de disfrutar de la diferencia, que es también mi punto de vista.

Habermas habla de consenso. Lo que es hermoso del ser humano es que hay muchas ideas, puntos de vista diferentes. Exponerte a puntos de vista diferentes te mantiene vivo, pero es difícil de vivir día a día.

¿Cuáles son las condiciones de posibilidad de esta hospitalidad, de esta convivencia que disfruta de la diferencia?


Yo hablo de 3 elementos que alimentan el malestar social: incertidumbre, fragilidad e inseguridad. Las condiciones que permiten vivir expuestos a la diferencia son exactamente lo contrario: certeza, seguridad y confianza. Necesitamos las tres para no tener miedo, para que nuestra disponibilidad a exponernos a la diferencia vaya más allá de salir a comer a un restaurante chino.

La certeza significa estar seguro de que puedes hacer lo que quieres hacer. Es una cierta estabilidad a largo plazo. La seguridad tiene más que ver con que tu identidad no está amenazada: si tienes una profesión que te da una posición, que nadie te la va a quitar. Te sientes seguro de lo que eres y eso es reconocido. La confianza es saber que nadie te va a atacar, que nadie va a destruir la calle en la que vives ni hay veneno en el cigarro que fumas. También en tus posesiones, en tu casa.

El problema hoy es que estas condiciones están muy minadas. Es muy difícil pensar que el mundo es estable. Puedes enterarte de pronto de que llevas años tomando veneno. El mundo es un sitio peligroso. No hay ninguna certeza de que lo que hagamos hoy previene el peligro. Están muy amenazadas tus propiedades y tu familia, que hoy puedes tenerla y mañana, no. Puedes descubrir que tu abuelo no es tu abuelo. El mundo es muy líquido. No andamos por el mundo, sino que nadamos por él.

La inseguridad y la incertidumbre son enormes. Y no sabemos qué hacer con ellas. En parte porque las causas de nuestros problemas locales son globales, lo que significa que no contamos con los medios adecuados. Incluso si sabemos qué hacer, no sabemos quién lo hará. Los gobiernos son elementos que aportan más inseguridad e incertidumbre. Y desde luego, todo esto se gestiona fomentando el sentimiento de estar amenazados, porque el terreno de la confianza es el único en el que se pueden hacer cosas visibles con medios locales; el gobierno hace leyes de extranjería, destina más policía en las fronteras, prohíbe fumar en los bares. Se pueden hacer muchas cosas y el gobierno está orgulloso de lo que hace por protegernos, pero el problema es que el tema de la confianza no tiene efectos sobre los terrenos de la seguridad y la certeza.

Aunque saques a los fumadores fuera de la ciudad y no dejes entrar a los inmigrantes, no nos sentimos con más certeza ni más seguros. Necesitamos enemigos públicos. En este sentido, soy muy pesimista, porque esto impide el desarrollo de la solidaridad humana. Nos empujan a dividir el mundo entre ellos y nosotros. La lucha por la seguridad y la certeza podría unirnos, porque podríamos hacerlo colectivamente, pero el sentimiento de fragilidad, de desconfianza nos divide, nos separa, nos segrega. Reforzamos los cerrojos. Puedes poner cámaras de tv, controlar cada extranjero que veas por la calle, pero la falta de confianza hace que tengas miedo porque cada extranjero es un enemigo potencial.

En su libro "Modernidad líquida" habla de la primera Guerra del Golfo y dice que era irrelevante conquistar el territorio porque el objetivo principal era romper las barreras que impiden el libre comercio. Sin embargo, en la que podríamos considerar segunda se ocupa territorio. ¿Cómo interpreta esto? ¿Ha cambiado su apreciación?

Aún creo que es válido aquello que dije en el libro. Lo que pasa actualmente no tiene nada que ver con la conquista de territorio ni mucho menos con la administración del mismo. Iraq es un caso particularmente importante porque está claramente condicionado por el petróleo y por EUA. La guerra de Iraq es un tema de petróleo y de EUA.

El presidente de EUA, empezando por George Bush padre y siguiendo por su hijo, ha dicho claramente que el estilo de vida americano no es negociable, y este estilo de vida está basado, entre otras cosas, en un consumo energético barato. EUA consume el 40% de los recursos energéticos mundiales. El aumento del precio del petróleo sería trágico para el desarrollo del estilo de vida americano. El 35% de la población estadounidense, de acuerdo con algunos cálculos, vive del automóvil, ya sea conduciendo camiones, ya sea en los bares de carretera, fabricando o vendiendo coches. Si cortas el uso del coche en EUA, se va al paro mucha gente.

Iraq es el segundo país productor de petróleo. EUA quiere el control de estos recursos, pero eso no significa que EUA quiera implicarse seriamente a largo plazo en la administración de Iraq, porque ahora implicarse en la administración de un territorio es una señal de debilidad, de inferioridad. EUA, tras ocupar, se va en seguida (Kosovo, Bosnia). El trabajo sucio lo deja a los europeos. Lo mismo pasa en Afganistán. En contra de todos los pronósticos, Europa, Occidente, se está lavando las manos en la reconstrucción de Afganistán. Me temo que las consecuencias de limpiar Iraq estarán en manos de las agencias humanitarias y de las misiones religiosas. En todo caso, el poder de cualquier institución ya no se mide por el territorio, puedes ser muy poderoso desde tu casa. Hace unos años, el poder del Imperio era territorial: más tierra, más poder. Cualquier país europeo quería colonias, porque, además, conllevaba prestigio. Ahora el poder está determinado por la habilidad en lavarte las manos. La dominación está basada en jugar con la incertidumbre de los otros. Si no me escuchas, si no eres obediente, te abandonaré a tu suerte: cierro la industria, me cambio de país, y se acabó.

Mientras el jefe dependía de los trabajadores como éstos de él, los sindicatos tenían su poder. Sabían que un día u otro tendría que sentarse y negociar. Pero ahora la actitud es arrogante. El poder hoy está en la movilidad, en la habilidad de escapar. Los recursos se pueden mover fácilmente de un sitio a otro. Las nuevas guerras no son territoriales, sino que se trata de abrir territorios para esta especie de juego móvil. Si el territorio no quiere participar en este libre movimiento, si te resistes, se destruye el territorio, y se "libera". Iraq ya está disponible para el mercado de recursos.

Henry Ford o Rockefeller estaban orgullosos de sus posesiones, de sus empresas y compañías, mientras más grandes, mejor. Pero ahora, no. Ahora, si eres capitalista, tus acciones suben cuando tus trabajadores se convierten en superfluos. Este es el nuevo nombre del juego. Por eso digo que el poder y el territorio se han divorciado. El poder ya no es territorial. Este matrimonio se ha acabado. Creo que este es el futuro. Por supuesto que aún hay guerras territoriales -Bosnia, Kosovo, Ruanda, Burundi-, pero no son la mayoría. Incluso en los atentados del US los terroristas no querían conquistar Manhatan.

Usted habla en alguno de sus libros de la muerte de la política. ¿Cree que el reciente movimiento antiguerra puede ser una forma de recuperar la política?

Antes hablábamos de la inadecuación de los poderes locales para tratar temas globales. Este lema -piensa globalmente y actúa localmente- es estúpido en mi opinión porque actuando localmente no puedes hacer nada para atacar los problemas globales: actúa globalmente. Lo que es muy interesante de este movimiento antiguerra es que es efectivamente global. Es el laboratorio de este nuevo sentimiento de solidaridad, de entender que las causas de nuestros problemas son las mismas.

Estamos educados de una manera equivocada, pensando que el mundo consiste en diferentes culturas, diferentes civilizaciones, diferentes religiones, diferentes naciones, partiendo de que todos somos diferentes. Y, consecuentemente, pensamos qué hacer para ser un poco menos diferentes.

Lo que yo sugiero es exactamente lo contrario: Esencialmente, básicamente, somos iguales los chinos, españoles, británicos, australianos. Cuando ves niños hambrientos te sientes fatal y quieres hacer algo. Piensas que es una tragedia, que algo malo está pasando. Igual que cuando las bombas destruyen una ciudad y ves gente asesinada. Cualquier cosa que pasa en cualquier lugar que pase te afecta, nos afecta. Somos emocionalmente semejantes. Nuestro sentido de lo bueno y lo malo es muy similar. El problema no es cómo hacer más igual a la gente; el problema es cómo evitar que la gente parecida se vuelva muy diferente y creo que esta coalición antiguerra es una especie de reconocimiento del terreno que subraya la solidaridad. Está explorando, pero me temo que tenga una vida corta y que luego la gente se olvide, que el primer intento de crear esta red de solidaridad mundial se olvide y quede en nada. Ahí contribuyen los medios de comunicación, que no están hechos para informarte hoy, sino para hacerte olvidar lo que leíste ayer. Mis profesores -tuve buenos profesores- me enseñaron que la cultura tiene que ver con leer, era lo que tú leías. Pero esto ha cambiado. La cultura es lo que olvidas. Olvidas las emociones de ayer, las últimas emociones, la historia. A nadie le importa ya la historia. Se olvida fácilmente. Por eso digo que puede ser que se olvide. Pero también puede ser que no. Siempre hay un momento crítico cuando el movimiento aparece, que es el momento en que desarrolla sus fuerzas, sus recursos, su propia lógica, pero me temo que la única posibilidad es que la gente corriente, no los poderes institucionales, desarrolle este sentido de discursos cruzados, que desde diferentes hábitos, desde diferentes perspectivas, sepamos que debajo de todo eso hay algo que nos une a todos.

La igualdad básica humana ha sido machacada por esta cultura de la diferencia, cubierta por muchos años de cultura artificial de la diferencia. Mi esperanza es que la igualdad humana original se imponga.

Entrevistas de Daniel Gamper, Araceli Caballero y Sheila Vilaseca.

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