Compras de grandes diarios –el Wall Street Journal en Estados Unidos, Les Échos en Francia– por hombres adinerados acostumbrados a doblegar la verdad según sus intereses, mediatización desmesurada de Nicolas Sarkozy, canibalización de la información por los deportes, la meteorología y las noticias de policía en medio de un desborde de publicidad: la “comunicación” constituye el instrumento de gobierno permanente de los regímenes democráticos. Es lo que la propaganda a las dictaduras. En una entrevista otorgada al periodista de France Inter Daniel Mermet, el intelectual estadounidense Noam Chomsky analiza estos mecanismos de dominio y los sitúa en su contexto histórico.
Comencemos por la cuestión de los medios. En Francia, en mayo de 2005, cuando se realizó el referéndum sobre el tratado de Constitución europea, la mayoría de los órganos de prensa eran partidarios del "sí", pero el 55% de los franceses votó por el "no". Por lo tanto, el poder de manipulación de los medios no parece ser absoluto. ¿Ese voto de los ciudadanos representa también un "no" a los medios?
El trabajo que realizamos Edward Herman y yo sobre la manipulación mediática o la fábrica del consentimiento, no aborda la cuestión de los efectos de los medios sobre el público 1. Es un tema complicado, pero las pocas investigaciones profundas realizadas al respecto sugieren que, en realidad, la influencia de los medios es más importante sobre los sectores de población más educada. La masa de la opinión pública parece menos tributaria del discurso de los medios. Tomemos por ejemplo la eventualidad de una guerra contra Irán: el 75% de los estadounidenses consideran que su país debería poner fin a sus amenazas militares y privilegiar la búsqueda de un acuerdo por la vía diplomática. Investigaciones realizadas por institutos occidentales sugieren que la opinión pública iraní y la de Estados Unidos convergen también sobre ciertos aspectos de la cuestión nuclear: la aplastante mayoría de la población de ambos países estima que la zona que se extiende de Israel a Irán debería verse totalmente libre de elementos de guerra nuclear, incluidos los que poseen las tropas estadounidenses en la región. Pero encontrar ese tipo de informaciones en los medios lleva mucho tiempo.
En cuanto a los principales partidos políticos de ambos países, ninguno defiende este punto de vista. Si Irán y Estados Unidos fueran auténticas democracias en las cuales la mayoría determinara realmente las políticas oficiales, sin duda ya habría sido resuelto el diferendo actual sobre la cuestión nuclear. Existen otros casos de ese tipo.
Por ejemplo, respecto del presupuesto federal de Estados Unidos, la mayoría de los estadounidenses desea una reducción de los gastos militares, y en cambio un aumento de los gastos sociales, de los créditos pagados a las Naciones Unidas, de la ayuda económica y humanitaria internacional, y por último, la anulación de las reducciones impositivas decididas por el presidente George W. Bush en favor de los estadounidenses más ricos.
En todos esos temas la política de la Casa Blanca es totalmente contraria a lo que reclama la opinión pública. Pero muy pocas veces los medios publican las encuestas que revelan esa oposición pública persistente. Hasta el punto de que no sólo los ciudadanos son marginados de los centros de decisión política, sino también mantenidos en la ignorancia de la realidad de esa opinión pública.
Existe una inquietud internacional sobre el abismal "doble déficit" de Estados Unidos: el déficit comercial y el déficit presupuestario. Ahora bien, ambos sólo existen en estrecha relación con un tercer déficit: el déficit democrático que no deja de profundizarse, no sólo en Estados Unidos, sino en el conjunto del mundo occidental en general.
Cada vez que se le pregunta a un periodista estrella o a un presentador de informativo televisivo si es objeto de presiones, si a veces es censurado, responden que son totalmente libres, que expresan sus propias convicciones. ¿Cómo funciona el control del pensamiento en una sociedad democrática? En el caso de las dictaduras ya sabemos cómo se hace.
En efecto, cuando los periodistas son cuestionados responden inmediatamente: "Nadie me presionó; escribo lo que quiero". Es cierto. Sólo que, si adoptaran posiciones contrarias a la norma dominante, no escribirían más sus editoriales. La regla no es absoluta, por supuesto; a veces la prensa de Estados Unidos, que tampoco es un país totalitario, publica artículos míos. Pero quien no cumpla con ciertas exigencias mínimas no tendría ninguna posibilidad de ser tenido en cuenta para ocupar un puesto importante de comentarista.
Por otra parte, es una de las grandes diferencias entre el sistema de propaganda de un Estado totalitario y el modo de proceder en las sociedades democráticas. Exagerando un poco, en los países totalitarios el Estado decide la línea a seguir y todo el mundo debe aceptarlo. Las sociedades democráticas operan de otra manera.
La "línea" nunca es enunciada como tal, está sobreentendida. Podría decirse que se trata de un "lavado de cerebro en libertad". Incluso los debates "apasionados" en los medios más importantes se sitúan en el marco de parámetros implícitos consentidos, que mantienen al margen una cantidad de puntos de vista contrarios.
El sistema de control de las sociedades democráticas es muy eficaz; administra casi imperceptiblemente la línea directiva como el aire que respiramos. Uno no se da cuenta, y se imagina a veces estar ante un debate muy duro. En el fondo es infinitamente más eficaz que los sistemas totalitarios.
Tomemos por ejemplo el caso de Alemania a comienzos de la década de 1930. Uno tiende a olvidarlo, pero entonces era el país más avanzado de Europa, a la vanguardia en materia de arte, ciencia, técnica, literatura, filosofía. Pero, en muy poco tiempo, se produjo un trastocamiento completo, y Alemania se convirtió en el Estado más asesino, el más bárbaro de la historia humana.
Todo eso se logró destilando miedo: a los bolcheviques, a los judíos, a los estadounidenses, a los gitanos, en síntesis, a todos aquellos que, según los nazis, amenazaban el núcleo de la civilización europea, es decir a "los herederos directos de la civilización griega". En todo caso es lo que escribía el filósofo Martin Heidegger en 1935. Pero la mayoría de los medios alemanes que bombardearon a la población con ese tipo de mensajes, utilizaron las técnicas de marketing ideadas por... publicitarios estadounidenses.
No olvidemos cómo se impone siempre una ideología. Para dominar, la violencia no alcanza, se necesita una justificación de otro tipo. Así, cuando una persona ejerce su poder sobre otra -ya sea un dictador, un colonizador, un burócrata, un marido o un patrón- necesita una ideología que lo justifique, siempre la misma: esa dominación se hace "por el bien" del dominado. En otras palabras, el poder se presenta siempre como altruista, desinteresado, generoso.
En la década de 1930 las reglas de la propaganda nazi consistían, por ejemplo, en tomar palabras sencillas, repetirlas permanentemente, asociándolas con emociones, sentimientos, temores. Cuando Hitler invadió los Sudetes (en 1938), lo hizo invocando los fines más nobles y caritativos, la necesidad de una "intervención humanitaria" para impedir la "limpieza étnica" de la población de lengua alemana, y para permitir que todos pudieran vivir bajo el "ala protectora" de Alemania, con el apoyo de la potencia más avanzada del mundo en el terreno de las artes y de la cultura.
En materia de propaganda, si bien es cierto que nada cambió desde Atenas, se registraron sin embargo muchos perfeccionamientos. Los instrumentos se afinaron enormemente, en particular -y paradójicamente- en los países más libres del mundo: el Reino Unido y Estados Unidos. Fue allí y no en otro lado donde en la década de 1920 nació la industria moderna de las relaciones públicas, es decir, la fábrica de la opinión, la propaganda.
En efecto, esos dos países habían progresado en materia de derechos democráticos (voto de las mujeres, libertad de expresión, etc.) a tal punto, que la aspiración a la libertad ya no podía ser contenida únicamente mediante la violencia del Estado. Se buscó entonces una solución en las tecnologías de la "fábrica del consentimiento" 2. La industria de las relaciones públicas produce, en el sentido exacto del término, consentimiento, aceptación, sumisión. Controla las ideas, los pensamientos, las mentes. Comparado con el totalitarismo, es un gran progreso: es mucho más agradable soportar una publicidad que hallarse en una sala de tortura.
En Estados Unidos, la libertad de expresión está protegida a un nivel que creo no existe en ningún otro país del mundo. Es algo bastante reciente. A partir de la década de 1960, la Corte Suprema puso exigencias muy elevadas en materia de respeto de la libertad de palabra, lo que a mi entender expresa un principio fundamental establecido ya en el siglo XVIII por los valores de la Ilustración. La posición de la Corte fue que la palabra era libre, con una sola excepción: su participación en un acto criminal. Si -por ejemplo- yo entro en un comercio para robar, uno de mis cómplices tiene un arma, y yo le digo: "¡Dispara!", esa palabra no está protegida por la Constitución. Por lo demás, el motivo debe ser particularmente grave para que la libertad de expresión sea puesta en tela de juicio. La Corte Suprema ratificó ese principio incluso a favor de miembros del Ku Klux Klan.
En Francia, en el Reino Unido y, me parece, en el resto de Europa, la libertad de expresión está definida de manera muy restrictiva. En mi opinión, la cuestión fundamental es: ¿el Estado tiene derecho a determinar cuál es la verdad histórica, y a castigar a quien se aleje de ella? Pensar así significa alinearse en una práctica propiamente estalinista.
Ahora bien, los intelectuales franceses tienen problemas para admitir que tal es su inclinación. Pero el rechazo de ese criterio debe ser total. El Estado no debería disponer de ningún medio para castigar a quien pretenda que el sol gira en torno de la Tierra. El principio de la libertad de expresión encierra algo muy elemental: si no se lo defiende en el caso de opiniones que uno detesta, significa que no se lo defiende. Incluso Hitler y Stalin admitían la libertad de expresión de quienes defendían sus puntos de vista.
Además, estimo que hay algo de penoso y hasta de escandaloso en tener que debatir estos temas dos siglos después de Voltaire, quien, como se sabe, afirmaba: "Odio sus opiniones, pero me haría matar para que usted pueda expresarlas". Y es prestar un muy triste servicio a la memoria de las víctimas del Holocausto adoptar una de las doctrinas fundamentales de sus verdugos.
En uno de sus libros usted comenta la frase de Milton Friedman: "Obtener ganancias es la esencia misma de la democracia"...
En realidad, una cosa y otra son tan opuestas que no hay comentario posible... La finalidad de la democracia es que la gente pueda decidir sobre su propia vida y sobre las opciones políticas que le conciernen. La obtención de ganancias es una patología de nuestras sociedades, adosada a estructuras particulares. En una sociedad decente, ética, ese interés por la ganancia sería marginal. Tomemos por caso mi departamento universitario (en el Massachusetts Institute of Technology): algunos científicos trabajan duramente para ganar mucho dinero, pero se los considera un poco como marginales, personas perturbadas, casi como casos patológicos. El espíritu que anima a la comunidad académica es más bien el de tratar de hacer descubrimientos, a la vez por interés intelectual y por el bien de todos.
En el libro que Ediciones L'Herne le dedica a usted, Jean Ziegler escribió: "Existieron tres totalitarismos: el totalitarismo estalinista, el nazi, y actualmente el Tina (3)". ¿Usted cree que son comparables?
No los pondría en el mismo nivel. Luchar contra "Tina" es afrontar una empresa intelectual que no se puede asimilar a los campos de concentración ni al gulag. Y de hecho, la política de Estados Unidos genera una oposición masiva a escala del planeta. En América Latina, tanto Argentina como Venezuela se desentendieron del Fondo Monetario Internacional (FMI). Estados Unidos debió renunciar a lo que todavía era la norma hace veinte o treinta años: el golpe militar en América Latina. El programa económico neoliberal que se impuso a la fuerza en toda América Latina en las décadas de 1980 y 1990 actualmente es rechazado en todo el continente. Y hallamos la misma oposición a la globalización económica a escala mundial.
El movimiento global por la justicia, que ocupa el primer plano mediático en ocasión de cada Foro Social Mundial, en realidad trabaja todo el año. Es un fenómeno muy novedoso en la historia, que posiblemente signifique el comienzo de una verdadera Internacional. Ahora bien, su argumento central se basa en la existencia de una alternativa. Por otra parte, ¿qué mejor ejemplo de globalización diferente que el Foro Social Mundial? Los medios de comunicación hostiles llaman "anti-mundialistas" a quienes se oponen a la globalización neoliberal, cuando en realidad esas personas luchan por otra mundialización, la mundialización de los pueblos.
Se puede observar el contraste entre unos y otros, pues al mismo tiempo tiene lugar en Davos el Foro Económico Mundial que trabaja por la integración económica planetaria, pero únicamente en el interés de los financistas, de los bancos y de los fondos de pensión, potencias que controlan también los medios. Esa es la concepción que tienen de la integración global, pero al servicio de los inversionistas. Los medios dominantes consideran de alguna manera que esa integración es la única que merece la denominación oficial de mundialización.
Ahí tenemos un buen ejemplo del funcionamiento de la propaganda ideológica en las sociedades democráticas. A tal punto eficaz, que incluso algunos participantes del Foro Social aceptan a veces el calificativo malintencionado de "anti-mundialistas". En Porto Alegre intervine en el marco del Foro, y participé en la conferencia mundial de campesinos. Ellos representan por sí solos la mayoría de la población del planeta...
A usted lo clasifican como anarquista o socialista libertario. ¿Cuál sería el papel del Estado en la democracia tal como usted la concibe?
Vivimos en este mundo, y no en un universo imaginario. Ahora bien, en este mundo existen instituciones tiránicas, las grandes empresas. Son lo más parecido que hay a instituciones totalitarias. No tienen que rendir cuentas al público, a la sociedad; actúan como depredadores cuyas presas son otras empresas. Para defenderse, la población sólo dispone de un instrumento: el Estado. Pero éste no es un escudo muy eficaz, pues en general está estrechamente vinculado con los depredadores. Aunque existe una diferencia nada despreciable entre ambos: mientras que -por ejemplo- General Electric no tiene que rendir cuentas a nadie, el Estado a veces debe dar explicaciones a la población.
Cuando la democracia se haya ampliado al punto que los ciudadanos controlen los medios de producción y de intercambio, que participen en el funcionamiento y en la dirección del marco general en el que viven, entonces el Estado podrá desaparecer poco a poco. Será reemplazado por asociaciones voluntarias situadas en los lugares de trabajo y de residencia de la gente.
¿Sería una nueva forma de soviets? ¿Cuál sería la diferencia con los soviets de la Rusia revolucionaria?
Había soviets. Pero lo primero que Lenin y Trotsky destruyeron, en cuanto se produjo la Revolución de Octubre, fueron los soviets, los consejos obreros, y todas las instituciones democráticas. Al respecto, Lenin y Trotsky fueron los peores enemigos que tuvo el socialismo durante el siglo XX. En tanto marxistas ortodoxos, estimaron que una sociedad atrasada, como era Rusia en su época, no podía pasar directamente al socialismo antes de ser arrojada por la fuerza a la industrialización.
En 1989, cuando se derrumbó el sistema comunista, pensé que ese derrumbe representaba, paradójicamente, una victoria para el socialismo. Pues el socialismo tal como yo lo concibo implica como mínimo -repito- el control democrático de la producción, de los intercambios, y de las otras dimensiones de la existencia humana.
Sin embargo, los dos principales sistemas de propaganda se pusieron de acuerdo en afirmar que el sistema tiránico instituido por Lenin y Trotsky, y luego transformado en monstruosidad por Stalin, era el "socialismo". Los dirigentes occidentales no podían sino estar encantados con esa absurda y escandalosa utilización del término, que les permitió durante décadas difamar al auténtico socialismo.
Con idéntico entusiasmo, pero de sentido opuesto, el sistema de propaganda soviético trató de explotar en su beneficio la simpatía y el compromiso que los auténticos ideales socialistas generaban en las masas de trabajadores.
¿No es cierto que todas las formas de auto-organización según los principios anarquistas acabaron derrumbándose?
No hay "principios anarquistas" fijos, una suerte de catecismo libertario al que hay que jurar lealtad. El anarquismo, al menos como yo lo entiendo, es un movimiento del pensamiento y de la acción humanas que trata de identificar las estructuras de autoridad y de dominación, de exigirles que se justifiquen y, si no pueden hacerlo, lo que ocurre a menudo, procura superarlas.
Lejos de haberse "desmoronado", el anarquismo, el pensamiento libertario, va muy bien. Y es fuente de muchos avances reales. Formas de opresión y de injusticia que apenas si eran reconocidas, y menos aun combatidas, ya no son aceptadas. Es un triunfo, un avance para el conjunto del género humano, no un fracaso.
- Edward Herman y Noam Chomsky, Manufacturing Consent, Pantheon, Nueva York, 2002.
- Expresión del ensayista estadounidense Walter Lippmann, quien a partir de la década de 1920, poniendo en duda la capacidad del hombre común para decidir con cordura, propuso que las elites ilustradas "sanearan" la información antes de que ésta llegara a las masas.
- Tina: iniciales de "There is no alternative" (no hay alternativa), palabras de Margaret Thatcher que plantean el carácter ineluctable del capitalismo neoliberal, que es sólo una forma posible de "globalización"
Rachats de grands journaux – le « Wall Street Journal » aux Etats-Unis, « Les Echos » en France – par des hommes fortunés habitués à plier la vérité au gré de leurs intérêts (lire aussi, dans ce numéro, « Prédateurs de presse et marchands d’influence », par Marie Bénilde), médiatisation outrancière de M. Nicolas Sarkozy, cannibalisation de l’information par les sports, la météo et les faits divers, le tout dans une débauche de publicités : la « communication » constitue l’instrument de gouvernement permanent des régimes démocratiques. Elle est, pour eux, ce que la propagande est aux dictatures. Dans un entretien accordé au journaliste de France Inter Daniel Mermet, l’intellectuel américain Noam Chomsky analyse ces mécanismes de domination et les replace dans leur contexte historique. Il rappelle, par exemple, que les régimes totalitaires se sont appuyés sur les ressorts de la communication publicitaire perfectionnés aux Etats-Unis au lendemain de la première guerre mondiale. Au-delà, il évoque les perspectives de transformation sociale dans le monde actuel, et ce à quoi pourrait ressembler l’utopie pour ceux qui, malgré la pédagogie de l’impuissance martelée par les médias, n’ont pas renoncé à changer le monde.
Propos recueillis par Daniel Mermet
Daniel Mermet : Commençons par la question des médias. En France, en mai 2005, lors du référendum sur le traité de Constitution européenne, la plupart des organes de presse étaient partisans du « oui », et cependant 55 % des Français ont voté « non ». La puissance de manipulation des médias ne semble donc pas absolue. Ce vote des citoyens représentait-il aussi un « non » aux médias ?
Noam Chomsky : Le travail sur la manipulation médiatique ou la fabrique du consentement fait par Edward Herman et moi n’aborde pas la question des effets des médias sur le public (1). C’est un sujet compliqué, mais les quelques recherches en profondeur menées sur ce thème suggèrent que, en réalité, l’influence des médias est plus importante sur la fraction de la population la plus éduquée. La masse de l’opinion publique paraît, elle, moins tributaire du discours des médias.
Prenons, par exemple, l’éventualité d’une guerre contre l’Iran : 75 % des Américains estiment que les Etats-Unis devraient mettre un terme à leurs menaces militaires et privilégier la recherche d’un accord par voie diplomatique. Des enquêtes conduites par des instituts occidentaux suggèrent que l’opinion publique iranienne et celle des Etats-Unis convergent aussi sur certains aspects de la question nucléaire : l’écrasante majorité de la population des deux pays estime que la zone s’étendant d’Israël à l’Iran devrait être entièrement débarrassée des engins de guerre nucléaires, y compris ceux que détiennent les troupes américaines de la région. Or, pour trouver ce genre d’information dans les médias, il faut chercher longtemps.
Quant aux principaux partis politiques des deux pays, aucun ne défend ce point de vue. Si l’Iran et les Etats-Unis étaient d’authentiques démocraties à l’intérieur desquelles la majorité détermine réellement les politiques publiques, le différend actuel sur le nucléaire serait sans doute déjà résolu. Il y a d’autres cas de ce genre.
Concernant, par exemple, le budget fédéral des Etats-Unis, la plupart des Américains souhaitent une réduction des dépenses militaires et une augmentation, en revanche, des dépenses sociales, des crédits versés aux Nations unies, de l’aide économique et humanitaire internationale, et enfin l’annulation des baisses d’impôts décidées par le président George W. Bush en faveur des contribuables les plus riches.
Sur tous ces sujets-là, la politique de la Maison Blanche est totalement contraire aux réclamations de l’opinion publique. Mais les enquêtes qui relèvent cette opposition publique persistante sont rarement publiées dans les médias. Si bien que les citoyens sont non seulement écartés des centres de décision politique, mais également tenus dans l’ignorance de l’état réel de cette même opinion publique.
Il existe une inquiétude internationale relative à l’abyssal « double déficit » des Etats-Unis : le déficit commercial et le déficit budgétaire. Or ceux-ci n’existent qu’en relation étroite avec un troisième déficit : le déficit démocratique, qui ne cesse de se creuser, non seulement aux Etats-Unis, mais plus généralement dans l’ensemble du monde occidental.
D. M. : Chaque fois qu’on demande à un journaliste vedette ou à un présentateur d’un grand journal télévisé s’il subit des pressions, s’il lui arrive d’être censuré, il réplique qu’il est entièrement libre, qu’il exprime ses propres convictions. Comment fonctionne le contrôle de la pensée dans une société démocratique ? En ce qui concerne les dictatures, nous le savons.
N. C. : Quand des journalistes sont mis en cause, ils répondent aussitôt : « Nul n’a fait pression sur moi, j’écris ce que je veux. » C’est vrai. Seulement, s’ils prenaient des positions contraires à la norme dominante, ils n’écriraient plus leurs éditoriaux. La règle n’est pas absolue, bien sûr ; il m’arrive moi-même d’être publié dans la presse américaine, les Etats-Unis ne sont pas un pays totalitaire non plus. Mais quiconque ne satisfait pas certaines exigences minimales n’a aucune chance d’être pressenti pour accéder au rang de commentateur ayant pignon sur rue.
C’est d’ailleurs l’une des grandes différences entre le système de propagande d’un Etat totalitaire et la manière de procéder dans des sociétés démocratiques. En exagérant un peu, dans les pays totalitaires, l’Etat décide de la ligne à suivre et chacun doit ensuite s’y conformer. Les sociétés démocratiques opèrent autrement. La « ligne » n’est jamais énoncée comme telle, elle est sous-entendue. On procède, en quelque sorte, au « lavage de cerveaux en liberté ». Et même les débats « passionnés » dans les grands médias se situent dans le cadre des paramètres implicites consentis, lesquels tiennent en lisière nombre de points de vue contraires.
Le système de contrôle des sociétés démocratiques est fort efficace ; il instille la ligne directrice comme l’air qu’on respire. On ne s’en aperçoit pas, et on s’imagine parfois être en présence d’un débat particulièrement vigoureux. Au fond, c’est infiniment plus performant que les systèmes totalitaires.
Prenons, par exemple, le cas de l’Allemagne au début des années 1930. On a eu tendance à l’oublier, mais c’était alors le pays le plus avancé d’Europe, à la pointe en matière d’art, de sciences, de techniques, de littérature, de philosophie. Puis, en très peu de temps, un retournement complet est intervenu, et l’Allemagne est devenue l’Etat le plus meurtrier, le plus barbare de l’histoire humaine.
Tout cela s’est accompli en distillant de la peur : celle des bolcheviks, des Juifs, des Américains, des Tziganes, bref, de tous ceux qui, selon les nazis, menaçaient le cœur de la civilisation européenne, c’est-à-dire les « héritiers directs de la civilisation grecque ». En tout cas, c’est ce qu’écrivait le philosophe Martin Heidegger en 1935. Or la plupart des médias allemands qui ont bombardé la population avec des messages de ce genre ont repris les techniques de marketing mises au point... par des publicitaires américains.
N’oublions pas comment s’impose toujours une idéologie. Pour dominer, la violence ne suffit pas, il faut une justification d’une autre nature. Ainsi, lorsqu’une personne exerce son pouvoir sur une autre – que ce soit un dictateur, un colon, un bureaucrate, un mari ou un patron –, elle a besoin d’une idéologie justificatrice, toujours la même : cette domination est faite « pour le bien » du dominé. En d’autres termes, le pouvoir se présente toujours comme altruiste, désintéressé, généreux.
Dans les années 1930, les règles de la propagande nazie consistaient, par exemple, à choisir des mots simples, à les répéter sans relâche, et à les associer à des émotions, des sentiments, des craintes. Quand Hitler a envahi les Sudètes [en 1938], ce fut en invoquant les objectifs les plus nobles et charitables, la nécessité d’une « intervention humanitaire » pour empêcher le « nettoyage ethnique » subi par les germanophones, et pour permettre que chacun puisse vivre sous l’« aile protectrice » de l’Allemagne, avec le soutien de la puissance la plus en avance du monde dans le domaine des arts et de la culture.
En matière de propagande, si d’une certaine manière rien n’a changé depuis Athènes, il y a quand même eu aussi nombre de perfectionnements. Les instruments se sont beaucoup affinés, en particulier et paradoxalement dans les pays les plus libres du monde : le Royaume-Uni et les Etats-Unis. C’est là, et pas ailleurs, que l’industrie moderne des relations publiques, autant dire la fabrique de l’opinion, ou la propagande, est née dans les années 1920.
Ces deux pays avaient en effet progressé en matière de droits démocratiques (vote des femmes, liberté d’expression, etc.) à tel point que l’aspiration à la liberté ne pouvait plus être contenue par la seule violence d’Etat. On s’est donc tourné vers les technologies de la « fabrique du consentement ». L’industrie des relations publiques produit, au sens propre du terme, du consentement, de l’acceptation, de la soumission. Elle contrôle les idées, les pensées, les esprits. Par rapport au totalitarisme, c’est un grand progrès : il est beaucoup plus agréable de subir une publicité que de se retrouver dans une salle de torture.
Aux Etats-Unis, la liberté d’expression est protégée à un degré que je crois inconnu dans tout autre pays du monde. C’est assez récent. Dans les années 1960, la Cour suprême a placé la barre très haut en matière de respect de la liberté de parole, ce qui exprimait, à mon avis, un principe fondamental établi dès le XVIIIe siècle par les valeurs des Lumières. La position de la Cour fut que la parole était libre, avec pour seule limite la participation à un acte criminel. Si, par exemple, quand je rentre dans un magasin pour le dévaliser, un de mes complices tient une arme et que je lui dis : « Tire ! », ce propos n’est pas protégé par la Constitution. Pour le reste, le motif doit être particulièrement grave avant que la liberté d’expression soit mise en cause. La Cour suprême a même réaffirmé ce principe en faveur de membres du Ku Klux Klan.
En France, au Royaume-Uni et, me semble-t-il, dans le reste de l’Europe, la liberté d’expression est définie de manière très restrictive. A mes yeux, la question essentielle est : l’Etat a-t-il le droit de déterminer ce qu’est la vérité historique, et celui de punir qui s’en écarte ? Le penser revient à s’accommoder d’une pratique proprement stalinienne.
Des intellectuels français ont du mal à admettre que c’est bien là leur inclination. Pourtant, le refus d’une telle approche ne doit pas souffrir d’exception. L’Etat ne devrait avoir aucun moyen de punir quiconque prétendrait que le Soleil tourne autour de la Terre. Le principe de la liberté d’expression a quelque chose de très élémentaire : ou on le défend dans le cas d’opinions qu’on déteste, ou on ne le défend pas du tout. Même Hitler admettait la liberté d’expression de ceux qui partageaient son point de vue...
J’ajoute qu’il y a quelque chose d’affligeant et même de scandaleux à devoir débattre de ces questions deux siècles après Voltaire, qui, comme on le sait, déclarait : « Je défendrai mes opinions jusqu’à ma mort, mais je donnerai ma vie pour que vous puissiez défendre les vôtres. » Et c’est rendre un bien triste service à la mémoire des victimes de l’Holocauste que d’adopter une des doctrines fondamentales de leurs bourreaux.
D. M. : Dans un de vos livres, vous commentez la phrase de Milton Friedman: « Faire des profits est l’essence même de la démocratie »...
N. C. : A vrai dire, les deux choses sont tellement contraires qu’il n’y a même pas de commentaire possible... La finalité de la démocratie, c’est que les gens puissent décider de leur propre vie et des choix politiques qui les concernent. La réalisation de profits est une pathologie de nos sociétés, adossée à des structures particulières. Dans une société décente, éthique, ce souci du profit serait marginal. Prenez mon département universitaire [au Massachusetts Institute of Technology] : quelques scientifiques travaillent dur pour gagner beaucoup d’argent, mais on les considère un peu comme des marginaux, des gens perturbés, presque des cas pathologiques. L’esprit qui anime la communauté académique, c’est plutôt d’essayer de faire des découvertes, à la fois par intérêt intellectuel et pour le bien de tous.
D. M. : Dans l’ouvrage qui vous est consacré aux éditions de L’Herne, Jean Ziegler écrit : « Il y a eu trois totalitarismes : le totalitarisme stalinien, nazi et maintenant c’est Tina (2). » Compareriez-vous ces trois totalitarismes ?
N. C. : Je ne les mettrais pas sur le même plan. Se battre contre « Tina », c’est affronter une emprise intellectuelle qu’on ne peut pas assimiler aux camps de concentration ni au goulag. Et, de fait, la politique des Etats-Unis suscite une opposition massive à l’échelle de la planète. L’Argentine et le Venezuela ont jeté le Fonds monétaire international (FMI) dehors. Les Etats-Unis ont dû renoncer à ce qui était encore la norme il y a vingt ou trente ans : le coup d’Etat militaire en Amérique latine. Le programme économique néolibéral, qui a été imposé de force à toute l’Amérique latine dans les années 1980 et 1990, est aujourd’hui rejeté dans l’ensemble du continent. Et on retrouve cette même opposition contre la globalisation économique à l’échelle mondiale.
Le mouvement pour la justice, qui est sous les feux des projecteurs médiatiques lors de chaque Forum social mondial, travaille en réalité toute l’année. C’est un phénomène très nouveau dans l’histoire, qui marque peut-être le début d’une vraie Internationale. Or son principal cheval de bataille porte sur l’existence d’une solution de rechange. D’ailleurs, quel meilleur exemple de globalisation différente que le Forum social mondial ? Les médias hostiles appellent ceux qui s’opposent à la globalisation néolibérale les « antimondialistes », alors qu’ils se battent pour une autre mondialisation, la mondialisation des peuples.
On peut observer le contraste entre les uns et les autres, parce que, au même moment, a lieu, à Davos, le Forum économique mondial, qui travaille à l’intégration économique planétaire, mais dans le seul intérêt des financiers, des banques et des fonds de pension. Puissances qui contrôlent aussi les médias. C’est leur conception de l’intégration globale, mais au service des investisseurs. Les médias dominants considèrent que cette intégration est la seule qui mérite, en quelque sorte, l’appellation officielle de mondialisation.
Voilà un bel exemple du fonctionnement de la propagande idéologique dans les sociétés démocratiques. A ce point efficace que même des participants au Forum social mondial acceptent parfois le qualificatif malintentionné d’« antimondialistes ». A Porto Alegre, je suis intervenu dans le cadre du Forum, et j’ai participé à la Conférence mondiale des paysans. Ils représentent à eux seuls la majorité de la population de la planète...
D. M. : On vous range dans la catégorie des anarchistes ou des socialistes libertaires. Dans la démocratie telle que vous la concevez, quelle serait la place de l’Etat ?
N. C. : On vit dans ce monde, pas dans un univers imaginaire. Dans ce monde, il existe des institutions tyranniques, ce sont les grandes entreprises. C’est ce qu’il y a de plus proche des institutions totalitaires. Elles n’ont, pour ainsi dire, aucun compte à rendre au public, à la société ; elles agissent à la manière de prédateurs dont d’autres entreprises seraient les proies. Pour s’en défendre, les populations ne disposent que d’un seul instrument : l’Etat. Or ce n’est pas un bouclier très efficace, car il est, en général, étroitement lié aux prédateurs. A une différence, non négligeable, près : alors que, par exemple, General Electric n’a aucun compte à rendre, l’Etat doit parfois s’expliquer auprès de la population.
Quand la démocratie se sera élargie au point que les citoyens contrôleront les moyens de production et d’échange, qu’ils participeront au fonctionnement et à la direction du cadre général dans lequel ils vivent, alors l’Etat pourra disparaître petit à petit. Il sera remplacé par des associations volontaires situées sur les lieux de travail et là où les gens vivent.
D. M. : Est-ce les soviets ?
N. C. : C’étaient les soviets. En 1989, au moment de l’effondrement du système communiste, j’ai pensé que cet effondrement représentait, paradoxalement, une victoire pour le socialisme. Car le socialisme tel que je le conçois implique, au minimum, je le répète, le contrôle démocratique de la production, des échanges et des autres dimensions de l’existence humaine.
Toutefois, les deux principaux systèmes de propagande se sont accordés pour dire que le système institué par Lénine et Trotski, puis transformé en monstruosité politique par Staline, était le « socialisme ». Les dirigeants occidentaux ne pouvaient qu’être enchantés par cet usage absurde et scandaleux du terme, qui leur a permis pendant des décennies de diffamer le socialisme authentique.
Avec un enthousiasme identique, mais de sens contraire, le système de propagande soviétique a tenté d’exploiter à son profit la sympathie et l’engagement que suscitaient pour beaucoup de travailleurs les idéaux socialistes authentiques.
D. M. : N’est-il pas vrai que toutes les formes d’auto-organisation selon les principes anarchistes se sont finalement effondrées ?
N. C. : Il n’y a pas de « principes anarchistes » fixes, une sorte de catéchisme libertaire auquel il faudrait prêter allégeance. L’anarchisme, du moins tel que je le comprends, est un mouvement de la pensée et de l’action humaines qui cherche à identifier les structures d’autorité et de domination, à leur demander de se justifier et, dès qu’elles en sont incapables, ce qui arrive fréquemment, à tenter de les dépasser.
Loin de s’être « effondré », l’anarchisme, la pensée libertaire, se porte très bien. Il est à la source de nombreux progrès réels. Des formes d’oppression et d’injustice qui étaient à peine reconnues, et encore moins combattues, ne sont plus admises. C’est une réussite, une avancée pour l’ensemble du genre humain, pas un échec.
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