Los nuevos rostros de la pobreza
La pobreza que viene
Una multitud de nuevos rostros de la pobreza ha entrado en escena: jóvenes cualificados y descualificados, inmigrantes desempleados, pensionistas, familias monoparentales. La desarticulación selectiva del estado del bienestar ha conducido a una multiplicación de las zonas vulnerables y relegadas.
“La penalización de la pobreza es, en definitiva, un abandono del proyecto de sociedad democrática”
Loïc Wacquant, Las dos caras de un gueto, 2010.
Cuando nos preocupamos desde un enfoque derivado de las ciencias sociales de la pobreza, siempre tratamos de ofrecer un cierto análisis de cómo se van creando las fronteras que marcan el adentro y el afuera de la normalidad y la legitimidad de los sujetos en la sociedad. Y esas mismas ciencias sociales nos han enseñado que la pobreza que nos rodea, lejos de ser producto de las reminiscencias del pasado, del atraso cultural de los grupos “no integrados” o de las peculiaridades conflictivas de etnias “minoritarias”, es un producto de un juego de poderes y relaciones sociales generales que se ha desplegado en el actual régimen de regulación (estructuralmente inestable) de la economía internacional.
Olvidar estas cosas nos vuelve a crear una categoría de pobreza como oscuridad total, realidad repulsiva idéntica en todas partes, y no es en absoluto así, porque ni los orígenes son los mismos, ni las políticas operantes son tampoco semejantes. La mirada de la pobreza como un exotismo interior desenfoca por definición el conjunto de mecanismos institucionales que están presentes en los procesos específicos de marginación y en los acontecimientos y condiciones que conducen (y producen) la exclusión social.
Las políticas públicas en este sentido han resultado fundamentales, de tal manera que gran parte de las transformaciones del nuevo régimen de marginalidad urbana han estado ligadas a las diferentes formas en las que se ha abordado la crisis y reconversión del estado de bienestar y a las transformaciones de la relación salarial. De este modo, hemos conocido la notable remercantilización de las lógicas de intervención del estado (lejos ya del estado keynesiano fordista), con efectos de incremento de la desigualdad casi inmediatos, así como las lógicas asociadas de individualización, desestabilización y precarización de las trayectorias laborales y vitales, sin olvidar la permanente amenaza del desempleo estructural y recurrente, etc. Todo ello ha creado una lógica de acción posfordista donde la inseguridad y el riesgo (fabricados desde todos los mercados) se convierten tanto en el mecanismo asignador fundamental de los recursos, como en el conformador de las biografías productivas (o la ausencia de ellas), con lo que esto supone también para las políticas de disciplinamiento, control social y criminalización de la pobreza.
En esta nueva cuestión social urbana, son muchos los autores que han estudiado cómo las ciudades –desde aquellas integradas en el circuito mundial de las “ciudades globales” hasta las más relegadas en la jerarquía de la división espacial internacional– han cambiado, según hemos ido experimentando, la hegemonía de un modo de regulación industrial fordista, a otro posfordista ultratecnológico, financiero y de servicios. Hemos visto que a la vez que resplandecen las concentraciones en las zonas urbanas cosmopolitas de la alta economía, de la innovación y los servicios, con sus nuevas clases medias altas de referencia, altamente cualificadas y financiarizadas, se multiplican las zonas vulnerables y relegadas, producto de las estrategias liberales de desarticulación selectiva del estado del bienestar. Tras el teórico desorden posmoderno, hay un modelo de ciudad (y de ciudades) a varias velocidades y con distintas lógicas; desde la ciudad dominante (financiera empresarial) a la ciudad residual y marginal (en la que se concentran todos los costes sociales del modelo). En el fenómeno de la pobreza se entremezclan trayectorias históricas muy diferenciadas según naciones, comunidades étnicas, estructuras sociales, lugar en la división internacional del trabajo, niveles de capital (económico, social, simbólico, cultural) e, incluso, según el tipo de incrustación de las ciudades en las redes internacionales. Es por ello por lo que anunciar una underclass homogénea, étnica, inmigrante exótica, desintegrada y unificada a nivel transnacional es sociológicamente tan inexacto como políticamente peligroso.
Como ha señalado Robert Castel, con la experiencia de quien ha estudiado a fondo durante muchos años la construcción, desarrollo y crisis de la cuestión social, los actuales usos de la inseguridad social se encuentran históricamente ligados a un cambio de ciclo en los procesos de individualización y subjetivación de la gestión social de los riesgos, donde se tienden a romper las convenciones sobre responsabilidad pública, solidaridad, seguridad y derechos sociales exigibles que se fraguaron en el ciclo keynesiano-fordista; movilizando, a su vez, toda una nueva subjetividad del autocontrol y la gestión parcial y privada, de riesgos, con lo que el relato (autoculpabilizante, en caso de exclusión) del valor del individuo y del descrédito de la colectividad se refuerza, expande y afianza. Paralelamente se tiende a proyectar sobre los que reciben todas las discriminaciones negativas (económicas y simbólicas, mercantiles y raciales) el discurso tramposo e inexacto de la exclusión total como estado, como parte maldita, externa, desocializada y no integrada, separada de lo social, sin grados, lógicas, responsabilidades ni conexiones con el resto de la sociedad. Eppur si muove, cabría decir de la pobreza. Una multitud de nuevos rostros de la pobreza ha entrado en la escena urbana posterior a la crisis (jóvenes cualificados y descualificados, inmigrantes desempleados, pensionistas, familias monoparentales, sin olvidar que estas últimas acarrean además un riesgo creciente de pobreza infantil), un hecho que nos informa sobre el carácter pauperógeno del nuevo ciclo de regulación.
Al tradicional discurso de la caridad y del exotismo viene, así, a sumarse un nuevo discurso, cuya funcionalidad ideológica acaba siendo la de predicar la incapacidad y escasa voluntad para integrarse y normalizarse de aquellos que, precisamente, son las víctimas de las discriminaciones; y que coincide con el recrudecimiento de las afirmaciones sobre el retorno de la mayoría moral, de las tradiciones nacionales, de la supremacía de la civilización occidental (mercantil y capitalista). Voces que no han dudado en reclamar, y llevar a cabo, el control punitivo y penal de los que son considerados “los otros”; o sea, los que para el actual sistema de legitimación del posfordismo tecnológico y financiero tienen escaso o nulo capital económico, simbólico, político y cultural, en cualquiera de sus combinaciones.
Para el estudio de la pobreza, en este número adoptamos un enfoque genético y metodológicamente plural, donde los tradicionales indicadores cuantitativos tratan de ser contextualizados y ampliados con enfoques etnográficos, históricos y cualitativos. Los artículos que aquí se recogen dejan bien claro que la pobreza no es simplemente un estado de privación; es un complejo juego de atribuciones simbólicas, etiquetados y razones prácticas establecidas por sujetos sociales reales. Se trata aquí de evitar el estudio de la pobreza limitado a la descripción de actores sociales malditos que siempre se definen por lo que les falta –los “sin papeles”, los “sin ley”, los “parias urbanos”, etc.–, lo que tiende a reforzar el estigma y a seguir aumentando la profecía de su anormalidad. Hay aquí la voluntad expresa de estudiar la pobreza por la situación y la posición social de los grupos, organizaciones e instituciones que la enmarcan y definen; es todo un programa de investigación y, por ello, un programa de reflexión no sobre una “patología social” localizada, sino sobre la sociedad en su conjunto.
Luis Enrique Alonso Sociólogo Universidad Autónoma de Madrid y Alicia García Ruiz Profesora de Filosofía. Universitat de Girona.
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