1. ESCENARIO ACTUAL: SÍNTOMAS Y FENÓMENOS
La palabra "trabajo" designa dos cosas distintas: por un lado, una actividad (obtener un producto de la tierra; pescar; transformar un objeto; dispensar un servicio); por otro lado, el hecho de disponer de un empleo. Ambas cosas algunas veces van juntas y otras veces separadas. Así, un operador de un torno realiza un trabajo y tiene un trabajo (o empleo por el que percibe un salario); las amas de casa, por el contrario, llevan a cabo un trabajo por el cual no les corresponde la misma consideración social que a un empleado y, por lo tanto, no perciben un salario. Al observar los cambios en el trabajo estamos pensando en ambas cosas: mutaciones en las modalidades de empleo y transformaciones en las actividades laborales (tipos de máquinas y procedimientos para realizar un trabajo). Y, cuando hablamos del trabajo como elemento cultural, también estamos pensando en los dos significados: qué actividades humanas productivas se desarrollan y qué formas sociales generan (del Río 2000).
Todos hemos crecido interrogados por los adultos acerca de cuáles serían nuestras ocupaciones en el futuro. La mayoría de las personas se definen a sí mismas por su trabajo: son lo que hacen; si no hacen nada, no son nada. La exigencia de ser un ciudadano productivo está arraigada en la mayoría de nosotros, de manera que cuando uno no encuentra trabajo (el primero), o no logra reinsertarse en el mercado laboral, su autoestima cae. El empleo es mucho más que la fuente de ingresos, es el origen de la autovaloración. Sin trabajo los hombres se sienten humanamente improductivos e inútiles (Rifkin 1997).
Además del término "trabajo" suelen utilizarse los términos "empleo" y "ocupación". Esto nos induce a formular la siguiente hipótesis: si al lado del trabajo por un salario (en la industria, en el rubro servicios, etc.) han surgido otros tipos de trabajo (incluyendo algunos muy primitivos como el trabajo a destajo y a domicilio), se puede concluir que hay una implosión de la categoría "trabajo". Esto ocurre justamente porque la realidad que intenta cubrir la categoría va más allá del trabajo asalariado, incluyendo las vivencias prolongadas en el mundo del no trabajo (caso de los desempleados involuntarios que se encuentran buscando trabajo). Todo ello nos lleva a indagar en las sistematizaciones existentes y a plantear las diferencias entre trabajo asalariado, trabajo doméstico, trabajo por cuenta propia, trabajo independiente, trabajo a destajo, trabajo a domicilio, trabajo en el rubro servicios, ocupación, empleo, empleo informal, empleo precario, empleo inestable, desempleo, no trabajo, etc. Abundan las denominaciones porque no hay una palabra que reúna en sí todas estas manifestaciones. La crisis se asocia a esta confusión de denominaciones y la profundiza.
Desde hace algún tiempo el trabajo escasea. Cuanto menos trabajo hay para todos, más tiende a aumentar la dureza del mismo para cada uno. En consecuencia, a los prestatarios de trabajo no se los trata como a miembros de un grupo de profesionales definidos por un estatuto público, sino como a proveedores particulares de prestaciones particulares bajo condiciones particulares. Y en ese marco todo es posible: contratos, imposiciones, falta de permanencia, condiciones laborales inusitadas (Gorz 1998).
Resulta curioso comprobar que —siguiendo una de las clasificaciones actuales del mercado de trabajo, que distingue los "trabajadores de cuello azul" (empleados fabriles, operarios, mecánicos, etc.), los "trabajadores de cuello blanco" (aquellos cuya vida laboral se desarrolla en oficinas: ejecutivos, administrativos, asesores, etc.), los "trabajadores de cuello rosa" (que trabajan en el sector de servicios y son generalmente mujeres), y los "trabajadores de cuello de silicio" (aquellos que poseen una alta especialización en temas relacionados con las nuevas tecnologías de la información)— el futuro laboral solamente está asegurado para los trabajadores de cuello de silicio. A su vez, la realidad económica del presente siglo hace difícil que el propio mercado de consumo o el sector público sean capaces de paliar el creciente desempleo tecnológico y el debilitamiento de la demanda, por lo que ninguno de los trabajadores mencionados tiene un futuro confiable (Rifkin 1997).
Mientras que la primera ola de automatización tuvo su mayor impacto sobre los trabajadores de cuello azul, la revolución de los procesos de reingeniería empieza a afectar a quienes se desempeñan en los escalones medios del sector empresarial, amenazando o destruyendo la estabilidad económica y la seguridad del grupo político más importante: la clase media. Aun con compensaciones importantes (bajo eufemismos tales como "retiros voluntarios" o "retiros anticipados"), los hombres que han pasado los 40 años y se acercan a los 50 comienzan a poblar las calles de las ciudades en horarios desacostumbrados, realizan tareas hogareñas difíciles de imaginar tiempo atrás y aguardan una llamada salvadora que los reinserte en un confuso mercado laboral (Rifkin 1997).
Las transformaciones que afronta el trabajo se registran, en términos generales, en diversos ámbitos del contexto social: a nivel de las fábricas más modernas, que pasan por procesos de reestructuración productiva y buscan una organización más racional de su producción, lo que frecuentemente redunda en el despido de obreros; a nivel de las pequeñas industrias y negocios, que no se modernizan pero que, frente a la restricción de los créditos o la fijación de intereses impagables, o frente a los nuevos requerimientos de los mercados, sucumben y dejan de existir o, en el mejor de los casos, prosiguen con sus actividades en un marco de incertidumbre y ahorro en fuerza de trabajo; a nivel del sector agropecuario, con las transformaciones en las formas de propiedad y posesión de la tierra, con el debilitamiento de la economía campesina, con la falta de apoyo tecnológico y crediticio, y con la ausencia de instancias públicas de comercialización, todo lo cual tiene también un fuerte impacto sobre el trabajo; a nivel del sector público, con el adelgazamiento del Estado y el paso de las empresas públicas de servicios a manos de la iniciativa privada, el cual va acompañado de procesos racionalizadores que implican recortes en los empleos (Salles 2000).
Los cambios en el trabajo, no sólo en el industrial, sino en el trabajo asalariado en general, y en el del productor independiente, han generado contingentes de desempleados y de personas que para sobrevivir no pueden depender ya de una relación salarial. Si el trabajo por un salario deja de ser el recurso de sobrevivencia para un número cada vez mayor de familias y personas, y si estas personas tienen que pasar largos períodos en el mundo del no trabajo, sea como buscadores de empleo o en estado de tránsito hacia la creación de una ocupación por cuenta propia, cabe afirmar que la situación hegemónica del trabajo asalariado frente a otros trabajos es cosa del pasado.
Lo curioso es que, como se anunciaba, pero con una explosión que finalmente sorprendió a todos, salimos de la sociedad del trabajo sin reemplazar a ésta por ninguna otra: todo el mundo se siente desempleado o subempleado en potencia. La condición normal no es hoy la del trabajador, sino la del que ejerce de manera discontinua su tarea o no tiene profesión identificable (Rifkin 1997; Gorz 1998). Por su parte, quien dispone de trabajo multiplica sus posibilidades, acepta el pluriempleo, asume mucho más de lo que puede y debe porque imagina un horizonte similar al de quienes lo rodean. Respecto del trabajo, ha muerto la seguridad y se ha instalado la incertidumbre.
Lentamente comienzan a divulgarse expresiones legitimadoras de esta situación: «No importa el trabajo o el tipo de trabajo si es que se tiene un empleo»; «Poco importa el empleo porque lo importante es tener uno»; «Nadie debe preocuparse demasiado por lo que hace, lo importante es recibir por ello una renumeración». Cuando el mercado de trabajo achicó la oferta y multiplicó la demanda de puestos de trabajo, se gestó un perverso proceso justificatorio: «¿Qué importa el monto del pago, siempre que se tenga un empleo?» El "empleado" está dispuesto a aceptar todas las concesiones, humillaciones, sumisiones, competencias y traiciones para obtener o conservar el empleo porque, socialmente, «quien pierde el empleo, lo pierde todo» (Gorz 1998).
Aun los trabajadores que desarrollan actividades gratificantes reconocen que las mismas se vuelven instrumento de una voluntad ajena. Al hacer tales actividades venden algo de sí mismos, "se venden", ponen al servicio de otros determinados talentos particulares. El trabajo se convierte en una forma de prostitución, porque de algún modo venden el cuerpo, la pluma, la inteligencia, las capacidades, la fuerza, caracteres todos que no pueden separarse del sujeto mismo, de la persona (Gorz 1998). El trabajador depende absolutamente de quien lo emplea y lo contrata, y da todo de sí por mantener su fuente de trabajo (su salario), por no perder la dignidad de "hacer algo socialmente reconocido".
Es verdad que muchos trabajadores optan por salir del sistema y volverse trabajadores autónomos. Los emprendimientos personales instauran una fuente laboral propia, pero sus ejecutores (trabajadores) terminan a veces imponiéndose condiciones (tiempo, ganancia, exigencias) que un asalariado juzgaría inaceptables (Gorz 1998).
Lo alarmante es que comienzan a escucharse voces que afirman: «No hay ni habrá nunca más suficiente trabajo (trabajo en serio, remunerado, estable, de tiempo completo, seguro) para todos.» La sociedad no tiene ya necesidad, y la tendrá cada vez menos, del trabajo de todos. La "sociedad del trabajo" ha muerto. Éste no conserva más que una especie de lugar central fantasma, como el "miembro fantasma" de un amputado que a pesar de su ausencia duele. El problema no reside en esta constatación sino en el hecho de que el colectivo social sigue convenciendo a todos de que la única manera de acceder a la identidad social y personal consiste en acceder a "un trabajo remunerado en un empleo estable" (Gorz 1998).
La transformación del escenario laboral no obedece solamente a una sobredimensionada presencia del avance tecnológico. Hay también un modelo de producción racionalizada que caracteriza a las industrias globalizadas, cuyo principio es combinar las nuevas técnicas de gestión con una maquinaria cada vez más sofisticada y menos mano de obra. Este tipo de producción difiere tanto de la producción artesanal (producción unitaria respondiendo a las demandas del consumidor) como de la industrial (producción planificada que se realiza en una cadena de producción semi-cualificada que produce grandes cantidades de objetos normalizados). El equipamiento tecnológico para reducir los tiempos del proceso resulta tan caro (1) que se lo consigue pagando una serie de costos: disminución de la cantidad de operarios, cambio de tareas de los mismos y reducción de sus retribuciones. La producción racionalizada combina la ventaja de la producción artesanal («Arme su auto: construya una unidad a la medida de sus necesidades») y de la producción de masas, mientras evita los elevados costos de aquélla y la rigidez de ésta. La dirección (gerenciamiento) organiza equipos de trabajadores con calificaciones diferentes, en distintos niveles de organización, para trabajar con diversos tipos de máquinas. Esta producción se llama "racionalizada" porque consume la mitad de los recursos que consumía el proceso anterior: menos esfuerzo humano, menos personal, menos tiempo, menos espacio, menos inversión, menos stock acumulado, menos stock de producción. Y, sin embargo, tiene un efecto concluyente: mayor variedad, mayor nivel de calidad, y satisfacción de las demandas de los clientes (Rifkin 1997).
Muchos suponen que el alto porcentaje de desocupados se inscribe en una "Tercera Revolución Industrial" que destruyó cantidad de puestos de trabajo en el sector productivo y que no fue acompañada de cambios importantes en el sector de servicios. Pero ha habido cambios: la oficina virtual ya se ha instalado entre nosotros. La oficina tradicional se ha transformado, ha pasado del trabajo manual a las operaciones de procesamiento electrónico. La oficina electrónica, sin papeles, se ha convertido en la actualidad en una de las características del nuevo mundo de los negocios (Rifkin 1997). Ya no se trata de efectuar negocios discutiendo e intercambiando firmas. Los recursos informáticos permiten invertir, negociar, transferir, retirar y consultar sin que medie la presencia de trabajador alguno. Los mecanismos de autoservicio han invadido nuestros hábitos de consumo. Hasta en las actividades menos pensadas cada uno puede hacer uso de un espacio virtual en tiempos flexibles que facilitan el acceso a los mismos. La pregunta que subsiste es: ¿Habrá usuarios para tales adelantos? ¿Podrá sobrevivir una sociedad que facilite el consumo a todos o a un número significativo de sus integrantes? (2)
La transición hacia otro tipo de sociedad prácticamente carente de trabajo es la última etapa de un gran cambio en los paradigmas económicos marcado por el paso de las fuentes de energía renovables a las no renovables y de las fuerzas biológicas a las fuerzas mecánicas de producción (3) (Rifkin 1997). En el marco de la Tercera Revolución Industrial, la actual tecnología representa una mutación de dimensiones y consecuencias impredecibles. Estas últimas no son automáticas pero sí son lógicas: las habilidades, los conocimientos y las prácticas que hasta ahora debían tener los trabajadores han sido suplidas por las computadoras, con las cuales también es posible controlar a distancia los procesos de fabricación con menos necesidad de presencia o supervisión directa y de intervención del operario humano en el lugar de producción (Rifkin 1997). (4)
El progreso tiene un precio. Si bien los accionistas y los desconocidos dueños de los capitales se han beneficiado considerablemente con las nuevas tecnologías, ninguno de estos beneficios ha alcanzado al trabajador medio. El sueño de Marcuse, quien desde el pensamiento revolucionario de los años 60 imaginaba un mundo más rico en el que se podrían repartir más bienes entre más personas, ha dejado su lugar a una pragmática concentración de la riqueza y a la desprotección de los des-ocupados. En todo el mundo el número de desempleados es abundante y creciente. Sólo una parte de ellos puede reinsertarse en el mundo laboral. Y muchos reingresan en condiciones que nunca hubieran aceptado en sus trabajos de origen (de los que se retiraron por no aceptar propuestas que consideraban indignas) (Rifkin 1997).
Lo que para los antiguos trabajadores era normal (sueldo decente, seguridad en el trabajo, pagos adicionales, derechos sindicales) se ha convertido para los jóvenes que entran en las fábricas en algo excepcional. Ellos, que acceden por primera vez al mercado de trabajo, no sólo ven su situación como "natural", sino que además se los conmina a afrontarla de una manera individual: sólo su esfuerzo y su preparación les posibilitarán la obtención de beneficios en un mundo competitivo (Vaquero 2000). No extraña entonces comprobar que toda una generación que creció en el desencanto ha optado por una aceptación pasiva de las reglas del juego, colocándose al margen de todo compromiso político. (5)
Los jóvenes —si bien no todos están ocupados— son el grupo mayoritario dentro de la fuerza de trabajo ocupada actualmente. Pero se trata de un grupo compuesto por un nuevo tipo de trabajadores: disponen de un nivel más alto de escolaridad formal y de mayor formación profesional que antes; reivindican un mayor grado de autonomía y de responsabilidad para realizar las tareas y evaluarlas; valoran más que sus predecesores la posibilidad de comunicarse horizontalmente y de participar de manera activa en la gestión, involucrándose en la vida de la empresa por medio del acceso a la información y la elaboración de propuestas. En consecuencia, los jóvenes trabajadores rechazan la rigidez descripta por otros y están dispuesto a negociar y aceptar nuevos paradigmas laborales (Neffa 2000).
Cada vez es más difícil asegurar a los nuevos trabajadores un empleo estable, de tiempo completo y con contratos de duración indeterminada. En su lugar aparecen contratos de duración determinada, trabajo a tiempo parcial, múltiples formas de empleo particular de carácter precario, trabajo clandestino y la economía no registrada. El sistema de determinación y ajuste de las remuneraciones de los asalariados cambia, y en lugar de basarse en las clasificaciones estipuladas por un convenio colectivo, en la formación profesional inicial de los trabajadores, o en los salarios mínimos legales indexables, los ajustes se hacen de manera diferenciada teniendo en cuenta el rendimiento —medido en términos cuantitativos (productividad) o cualitativos (calidad)— de cada trabajador, la situación del mercado de trabajo (donde las elevadas tasas de desocupación frenan el crecimiento de los salarios), y las competencias profesionales (Neffa 2000).
Paradójicamente, mientras unos deben soportar condiciones laborales inimaginables en períodos precedentes, hay un ejército de reserva que permanece a la espera de nuevas posibilidades o acepta trabajos discontinuos o contratos a plazo fijo. Unos padecen por lo que deben soportar y otros por la inseguridad constante en la que viven.
En el mundo globalizado, el nuevo modelo productivo vigente —con el propósito o la excusa de combatir un desempleo elevado y persistente— postula: la necesidad de terminar con la indexación y busca la individualización de los salarios directos e indirectos (privatizar el sistema de seguridad social) para reducir los costos laborales o lograr la flexibilización laboral (flexibilización externa, para hacer más fácil y más barato el despido en función de las inciertas variaciones de la demanda, e interna, para aumentar la movilidad de la mano de obra y adaptar sus horarios de trabajo en función de las necesidades de la empresa); la descentralización del sistema de relaciones de trabajo, para situarlo al nivel de las empresas; el retiro del Estado, en tanto árbitro y regulador del mercado de trabajo; y la desregulación o re-regulación para permitir que se dejen sin efecto conquistas y ventajas adquiridas anteriormente, invocando la decisión autónoma de los actores (Neffa 2000).
En esta nueva etapa de la humanidad se ha producido una mutación organizativa: en las empresas: se ha desconectado la relación entre la cantidad de trabajo directo necesario y el volumen de riqueza producida. La presencia del trabajador y su esfuerzo no son ya generadores directos de riqueza. Las empresas pueden ampliar su producción y su eficiencia independientemente del número de operarios, de sus capacidades y de la dedicación que los mismos les brinden. De hecho, algunos economistas consideran que en el futuro (año 2015) a la industria le bastará con el 8 por ciento de la población activa para asegurar la producción (Calvez 1999).
Si bien los gobiernos, los economistas y los medios se han encargado de cantar alabanzas a este progreso inimaginado, acentuando el valor del control de calidad y la mayor participación de los trabajadores y empleados, muy poco se ha dicho o se ha escrito sobre: la des-especialización del trabajo, la aceleración del ritmo de producción, los incrementos en las tareas de trabajo, las nuevas formas de coerción y de sutil intimidación que se emplean para someter al trabajador a las exigencias de las nuevas prácticas de producción; la polivalencia en materia de calificaciones, la flexibilidad en cuanto al uso del tiempo de trabajo y a la movilidad de los trabajadores, la flexibilidad productiva de los medios de trabajo para adaptarse rápidamente con el objeto de producir series cortas de productos heterogéneos; y el esfuerzo de investigación y desarrollo para realizar innovaciones en los procesos y en los productos, y las técnicas japonesas de organizar las empresas trabajando "justo a tiempo" en red con subcontratistas y proveedores (Neffa 2000).
Históricamente, el cambio en el concepto de trabajo se produjo en paralelo con una modificación del concepto de tiempo. El trabajo equivale a tiempo y «el tiempo es oro». La vida humana se cronifica más estrictamente y el tiempo se aprovecha con mayor intensidad. En el mundo moderno, el trabajo es también fuente de sentido, junto a otros factores laicos de sentido: la familia, la nación, la propiedad. Como actividad y como empleo, el trabajo ha mostrado ser un poderoso creador de una fuerza social: el movimiento obrero.
Con el llamado "Estado de Bienestar", progresó en los países occidentales un modelo urbano basado en la división de las áreas de las ciudades según las diferentes funciones: el espacio de viviendas, los espacios dedicados al ocio, las zonas comerciales y los parques industriales. Con la paulatina implantación de este modelo, que desde luego tuvo menor vigencia en las localidades pequeñas, se produjo una disgregación de las dimensiones de la vida de la clase obrera, que antes se presentaban agrupadas en un mismo espacio, el de la ciudad o el barrio industrial, con las viviendas alrededor de las fábricas.
Todo esto ha entrado en crisis. El trabajo ha dejado de ser factor identificador e integrador de una fuerza social, productor de lazos sociales, foco de relaciones solidarias, organizador, cohesionador, dotador de sentido (el trabajo como bandera de clase), para convertirse en una fuerza social debilitada y desperdigada. La fuerza de trabajo se ha debilitado además como factor ideológico: fue un eficaz sustanciador de un tipo moral (el trabajador) y otorgó dignidad (glorificación del trabajo) en el pensamiento socialista (mito del trabajo como medio de realización y expansión de la personalidad). Hoy ha perdido también estas referencias.
El trabajo de la Revolución Industrial, entendido como actividad asalariada ejercida a tiempo completo de manera continua durante un prolongado período de tiempo, no parece ser hoy el factor estructurante de la vida de la persona. El tiempo "sagrado" de la sociedad industrial, el tiempo de trabajo, se ha modificado.
Esta presentación de una realidad que sacude a cada uno según sus particulares vivencias, refleja dolorosamente la situación de las diversas sociedades que conforman la Aldea Global, aldea que concentra cada vez más en los centros (de poder) a los transitoriamente privilegiados y expulsa progresivamente a los demás hacia sus crecientes e infinitos suburbios.
Hoy en día, el problema más acuciante es el de la subsistencia (necesidades básicas insatisfechas) de un sector importante de la humanidad. Lamentablemente, el presente parece anticipar que no es y no habrá de ser el trabajo (o específicamente el trabajo remunerado) el que podrá dar respuesta a esta situación.
Un mundo sin trabajo es un mundo sumergido en la exclusión y la miseria. Pero lo que se observa en el presente no debería llevarnos a creer que no hay posibilidades en el futuro. Hay que buscar alternativas humanizadoras para atender a las necesidades de todos. Lo interesante es avanzar en los aspectos definitorios del trabajo para construir —desde un pensamiento creativo— horizontes esperanzadores.
2. EL TRABAJO: HISTORIA Y SIGNIFICADO
El trabajo, tal como lo conocemos hoy, no es un hecho natural. El papel que ha jugado en las vidas de los seres humanos no ha sido siempre el mismo sino que se ha modificado a lo largo de la historia. Partiendo de esta premisa podemos evaluar mejor las pérdidas o los progresos que la institución trabajo ha experimentado (Álvarez Dorronsoro 2000). Con el pensamiento moderno nace una concepción absolutamente diferente del trabajo: el trabajo tal como lo conocemos y lo valoramos. En primer lugar, aparece como una actividad abstracta, indiferenciada. No hay distinción entre actividades libres y serviles, todo es trabajo y como tal se hace acreedor de la misma valoración —como luego veremos, muy positiva, incluso apologética—. En la literatura sobre el desarrollo del capitalismo encontramos dos explicaciones, ambas convincentes, de esta transformación de la actividad diferenciada en trabajo neutro: una según la cual la mudanza tiene lugar cuando se comienza a producir predominantemente para el mercado y el trabajo se convierte en valor de cambio (Marx), y otra —desde la perspectiva luterana— que juzga que todas las profesiones merecen la misma consideración, independientemente de su modalidad y de sus efectos sociales. Lo decisivo para cada persona es el cumplimiento del deber. De esa manera la persona cumple la voluntad de Dios (Weber).
La visión del trabajo como actividad homogénea, no diferenciada, tuvo consecuencias prácticas: enmascaraba la diferencia entre trabajo penoso y satisfactorio, y entre trabajo manual e intelectual; justificaba la desigualdad como necesidad técnica debida a la división del trabajo; y, por último, encubría el hecho de que el trabajo es un elemento discriminador por excelencia debido al diverso status de vida que proporciona según el lugar que ocupan los individuos en la producción. Sin embargo, esta concepción ha venido coexistiendo con una cierta jerarquización del trabajo (al margen de su consideración moral) basada en criterios económicos, justificados en buena medida por los teóricos de la ciencia económica. Desde este punto de vista, los niveles más altos de la escala corresponden al trabajo productor de plusvalía, denominado trabajo productivo; al que se hace a cambio de dinero (frente al trabajo que no reúne estos requisitos, como es el caso del trabajo doméstico); y al trabajo identificado con la creación de productos artificiales. Como correlato, se desprecia el trabajo dedicado a las necesidades vitales y el trabajo que no deja huella, monumento o prueba para ser recordado. El trabajo dedicado a las labores naturales (como la reproducción o el cuidado) carece de valor. La exaltación del trabajo durante el desarrollo industrial era compartida por muchos sectores sociales (se destacaba en las clases trabajadoras una "pasión amorosa" por el trabajo).
En este contexto, el trabajo es trabajo cuando está socialmente determinado, homologado, legalizado, legitimado, y definido por competencias enseñadas, certificadas y aranceladas, respondiendo a exigencias objetivas y funcionales a la maquinaria económica. Él asigna derechos convenidos, asociados no a la persona del asalariado sino a su función. Si su función cesa, cesan sus derechos (Gorz 1998). (6)
Hablamos de la "desaparición del trabajo". El trabajo que desaparece no es el trabajo en sentido antropológico o filosófico. No es el del campesino que trabaja su campo (o uno que provisoriamente es suyo) y depende de su esfuerzo, no es el del artesano que realiza su obra, ni el del escritor que lucha con su texto o el del músico que crea con su piano. Tiende a desaparecer el "trabajo abstracto", el trabajo en sí, mensurable, cuantificable, separable de la persona que lo ofrece, susceptible de ser comprado y vendido en el mercado; el trabajo por el que se obtiene dinero o el trabajo-mercancía impuesto y generalizado en el contexto de la Revolución Industrial (Gorz 1998). (7)
El trabajo es una categoría antropológica, pero —tal como lo concebimos— está demasiado asociado a un momento histórico, vinculado a determinados contextos que lo hicieron posible. Esa visión del trabajo debe someterse a una rigurosa revisión y crítica (Calvez 1999). Si bien es cierto que el trabajo es fuente de identidad y presencia social, su absolutización es negativa. Es necesario reivindicar un lugar más grande para otros sentidos del trabajo y otras dimensiones del hombre. No siempre el trabajo es fuente de personalización, identidad y socialización. Muchas veces el trabajo en sí mismo es fuente de alienación.
El trabajo debe considerarse un bien, pero el empleo puede ser un privilegio, porque depende de condiciones económicas y sociales que sufren las variaciones de un mercado caprichoso y arbitrario. El trabajo ha sido central en el contexto de la civilización moderna, pero probablemente haya que preguntarse: ¿Debe ocupar en la vida del hombre —tanto desde el punto de vista social como individual— el lugar que ha ocupado hasta ahora? (Calvez 1999)
En el esquema socio-económico vigente, la remuneración del trabajo expresa un reconocimiento (retribución) por el aporte de capacidad y esfuerzo que hace el individuo (costo de la producción), pero también constituye un aporte directo a las necesidades y derechos socialmente reconocidos al individuo: salud, familia, renta futura, seguros, etc. Del trabajo el individuo recibe todos los "ingresos" que acompañan su vida personal y social. El trabajo, en consecuencia, obliga a soportarlo todo, y perderlo conlleva desprenderse de algo más que del hacer (relativo y prescindible), implica desprenderse del ventajas que aporta. Esta necesaria correlación (histórica) entre trabajo y salario, entre trabajo socialmente homologado y reconocimiento, entre trabajo y subsistencia, es el centro del debate antropológico actual.
De alguna manera, el empleo o trabajo asalariado recubre al individuo de diversas máscaras (funciones e identificaciones), llena el tiempo. Cuando alguien "pierde el trabajo" queda librado a sí mismo, desnudo, sin protección contra él mismo, sin obligaciones ni parapetos, abandonado por una sociedad que ya no le señala el camino. Sin trabajo, los espacios son absolutamente sociales y públicos, ya no hay un espacio laboral de pertenencia ni un tiempo comprometido. El tiempo y el espacio son de estricta construcción personal, y éste es un drama que debe enfrentar quien pierde su trabajo (Gorz 1998).
Para cambiar la sociedad hay que cambiar el trabajo y viceversa. Según parece, si el trabajo no otorgara los ingresos para satisfacer las necesidades, perdería el rol social que se le asigna: dejaría de ser un lazo social indispensable, una virtud, la fuente principal de estima de los otros y de autoestima, para volverse poco atractivo, no satisfactorio ni gratificante. Es necesario cambiar el trabajo reconciliándolo con la cultura de lo cotidiano, adquirir un arte de vivir que, en lugar de estar separado de él, lo convierta tanto en su prolongación como en su fuente. Es el caso de los oficios, generalmente deseados, que también son una forma de vida y cuya productividad no puede medirse. Se degradan cuando se los somete a la racionalización económica y a las normas del rendimiento. Sólo un criterio educativo radicalmente diferente puede crear desde la niñez las condiciones para una sociedad y un trabajo con otras dimensiones. Si el tiempo no se agotara en el tiempo de trabajo, el tiempo libre permitiría a los individuos desarrollar la invención, la creación, la concepción y la intelección, lo que les conferiría paradójicamente una capacidad de "producción casi ilimitada", y ese desarrollo de su capacidad productiva, asimilable a una producción de capital fijo, no sería "trabajo", por más que tuviera los mismos resultados o mejores. El tiempo liberado para el desarrollo propio permitiría generar una variedad ilimitada de riquezas con un gasto muy pequeño de tiempo y energía (Gorz 1998).
Todos los autores reconocen, en este tema, los valiosos aportes de Hannah Arendt (1998), quien propone una distinción no tan usual entre "labor" y "trabajo", con referencias históricas escasas y cruzadas. Pareciera que las distinciones han sido borradas, aunque las palabras hayan conservado cargas semánticas peculiares. Locke decía: «Manos que trabajan y cuerpo que labora.» Una cosa es atender con el cuerpo a la satisfacción de las necesidades de la vida (laborar con el cuerpo = esclavitud = poner toda la persona al servicio de otro más allá de la satisfacción de las necesidades) y otra cosa es producir humanamente por el esfuerzo propio creando productos de identidad y permanencia (trabajar).
La palabra "labor" hace referencia al proceso de producción, mientras que la palabra "trabajo" hace referencia al producto, a algo concluido. A propósito de esto, se pueden rescatar una serie de calificaciones referidas al hombre: homo laborans (esclavo), homo faber (hombre que trabaja) (Arendt 1998).
El laborar es un esfuerzo que se consume casi tan rápidamente como se gasta. Este esfuerzo es valioso porque nace del apremio por responder a las necesidades de la propia vida. Pero la acción humana se agota en sí misma, desconociendo motivos y razones, sujeta arbitrariamente a la voluntad de otro y con el único objetivo de satisfacer las propias necesidades (Arendt 1998).
Por su parte, la asignación de valor al trabajo proviene de la superación de su carácter obligatorio y penoso, y del elogio de su productividad. La medida de la productividad está dada por la potencial plusvalía inherente a la fuerza del trabajo humano, independientemente de la calidad o el carácter de las cosas que produce (Arendt 1998). Es verdad que algunas producciones son de duración limitada. Por ejemplo, numerosos alimentos son perecederos (apenas sobreviven al acto de la producción) y una mesa o una casa perduran en el tiempo. Pero la actividad humana productiva debe considerarse homologable.
El laborar se da dentro del cíclico movimiento de la vida, propio del proceso biológico del organismo vivo; tiene un carácter provisorio, de renovación permanente. El trabajar se caracteriza porque su final llega cuando el objeto está acabado, dispuesto a incorporarse al mundo de las cosas. El laborar está relacionado con el consumir (satisfacción de necesidades) y ambos están subordinados a la necesidad de subsistir. Esa tarea no sólo consiste en la producción primaria para la satisfacción de necesidades inmediatas, sino también en la protección y preservación del mundo contra los procesos naturales. En todos esos actos se observan procesos que implican esfuerzo y repetición (Arendt 1998).
En el concepto de labor se introducen dos elementos para justificar y superar el natural rechazo que genera: el dinero y la propiedad. El dinero es una manera de otorgar durabilidad a los procesos productivos y facilitar la determinación del valor de cambio y el consumo. La propiedad es necesaria para dar sentido y proyección al esfuerzo de la labor. Si las tareas ínfimas raramente dejan huellas o valor, es necesario que algo externo se los otorgue. Pero de esta manera queda flotando una penosa alternativa: la esclavitud productiva o la libertad improductiva (Arendt 1998).
Originalmente el concepto de homo laborans aludía a la apropiación de la producción y a la propiedad de lo privado (comenzando con el propio cuerpo), pero posteriormente el homo laborans hizo públicas sus realizaciones, las sacó de la esfera de lo privado y de tal manera el esfuerzo que la producción implicaba le fue impuesto desde afuera, por la sociedad. En consecuencia, el hombre que quiere regresar a lo privado (a sí mismo y a su propia esfera) no puede hacerlo ya en el ámbito laboral sino en otro tipo de actividades que lo satisfacen y benefician, las acciones que lo vinculan con lo humano: la comunicación y la cultura (Arendt 1998).
La sociedad se ha convertido en una sociedad de consumidores compulsivos, en una sociedad del derroche, pero pagando un alto precio: multiplicar la presencia del homo laborans y de su esfuerzo, disipando la posibilidad de hacer reales las previsiones utópicas del progreso: acumulación de riquezas, automatización, máquinas encargadas de hacerse cargo de los esfuerzos, etc. (Arendt 1998).
Pero, ¿qué sucede si él mismo, el homo laborans, por las situaciones en que hace sus esfuerzos y es retribuido, o por las restricciones para acceder a ese estadio, no tiene la posibilidad de ejercer esta dimensión antropológica? ¿De qué consumo puede hacerse cargo y de cuál puede prescindir? ¿Cuál es el duelo que acompaña a la imposibilidad de hacer, de crear riquezas y recibir compensaciones? ¿Es sólo un problema de subsistencia (natural) o es también un problema que involucra lo que culturalmente se ha ido incorporando al patrimonio de la humanidad como consumo esencial (abrigo, satisfacción de deseos, diversión)?
¿Qué es el trabajo? No se trata del esfuerzo de nuestros cuerpos que se ponen al servicio de la satisfacción, las necesidades y el consumo, sino del de nuestras manos, fábrica de interminable variedad de cosas cuya suma total constituye el artificio humano, los productos culturales. Estos productos tienen un carácter duradero, aunque el uso que hacemos de ellos los gaste, los deteriore, los agote (Arendt 1998). (8)
El homo faber es amo y señor, porque se ha impuesto como tal a la Naturaleza y porque, sobre todo, se ha impuesto a sí mismo, se ha vuelto dueño de sí mismo. El homo laborans, en cambio, depende simple y directamente de sus necesidades.
No es verdad que el trabajo haya sido siempre para el hombre la actividad central. En la Antigüedad se lo despreciaba, se lo consideraba digno de la condición de bárbaro o esclavo. En la Edad Media —en una concepción religiosa que lo asociaba al castigo y a la necesidad de purificación— se calcula que se trabajaba apenas algo más de la mitad de los días del año (los días festivos ascendían a 141). Como se señaló antes, fue en la Edad Moderna y en el contexto de la Revolución Industrial —en un clima de obsesión por la acumulación y el aprovechamiento productivo del tiempo— que los trabajadores tuvieron que multiplicar su presencia laboral, competir con las nuevas máquinas y hasta adaptar su manera de vestir para convertirse en "hombres de trabajo" (Calvez 1999).
El enaltecimiento del trabajo llevó consigo el menosprecio por otro tipo de actividades y una nueva concepción del tiempo. Se juzgaba que el tiempo era valioso en la medida en que estaba dedicado a la producción y al trabajo. Ocuparlo con otras actividades era perderlo, "estar ocioso". Desde las primeras décadas del desarrollo industrial, dedicar tiempo al ocio fue sinónimo de degradación. La expresión «El tiempo es oro» ilustra el espíritu de la época a este respecto. Dentro del Catálogo de Virtudes se lee lo siguiente: «Trabajo: no perder el tiempo; estar siempre ocupado en hacer alguna cosa provechosa; evitar las acciones innecesarias.»
Los patrones (los dueños del trabajo ajeno) calculan sus expectativas sobre el trabajo contratado en "jornadas” (por ejemplo, cuánto cereal podrá segar un hombre en una jornada). El patrón paga por el trabajo y debe evitar que se malgaste. No es el quehacer lo que importa sino el valor del tiempo reducido a dinero. El tiempo se convierte así en moneda: no pasa, se compra y se vende. No es de extrañar que esta nueva valoración del tiempo llevara progresivamente a una reducción del número de fiestas del calendario y que toda tentativa de goce y disfrute fuera asociada a la "vagancia propia de los que rehúyen el trabajo". (9)
Más allá de la fragilidad de los productos destinados al consumo (labor) y de la relativa perdurabilidad de los productos del trabajo, se alza otro mundo, el de la acción del hombre como hombre en la actividad cultural y política, que desplaza al trabajo del centro de la escena. En tales funciones los hombres se presentan como hombres, en su absoluta dignidad (Calvez 1999; Arendt 1998).
Las preguntas de fondo —según se observa al recorrer estas ideas antropológicas sobre el sentido del trabajo— son las siguientes:
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¿Es la actual crisis laboral el resultado de una asignación insuficiente de dinero a los "empleados" para cubrir sus necesidades esenciales?
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¿Cuáles son hoy las necesidades básicas de las personas? ¿Incluyen las que el desarrollo cultural ha rediseñado? ¿Podríamos regresar al "prosumidor primitivo" de la primera ola señalada por Toffler?
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¿Hay crisis de empleo o de trabajo?
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Algunas de las nuevas modalidades de contratos de trabajo —sobre todo en ciertos sectores calificados—, ¿no intentan dar otra dimensión al trabajo, la de la realización personal? ¿Puede la astucia del sistema prever cuáles habrán de ser los pasos siguientes en este juego en el que está envuelta la humanidad?
Aquí aparecen algunos de los gérmenes de un cambio de perspectiva radical, de nuevos conceptos de hombre, actividad humana, tiempo y sociedad. Sus proyecciones sobre el sistema educativo son indiscutibles. Si el trabajo deja de ser la garantía de la subsistencia (por la cual hay que pagar cualquier precio) se elimina una hipócrita moral del trabajo para instalar una verdadera moral autónoma. El trabajo tiene valor en sí mismo y para cada uno de los individuos que lo ejercen, pero éste no deviene de una imposición social o externa. Algunos —para desmerecer las soluciones que numerosos autores proponen como salidas al problema estructural— consideran que la ausencia de trabajo "forzado" podría desmotivar a la población dedicada a las tareas más penosas y menos interesantes, y que ello no permitiría multiplicar las actividades atrayentes, enriquecedoras y, en algunos casos, efectivamente generadoras de recursos (Calvez 1999).
Vale la pena dar el paso de la esfera de las determinaciones económicas a la de los requerimientos antropológicos. ¿Cabe alguna duda acerca de la jerarquía de una y otra? El nuevo sentido del trabajo recuperaría el sentido del tiempo libre (ocio), imposible de comprender desde una realidad que considera al trabajo como la principal fuente de ingresos de las personas, su fuente de prestigio y riqueza, y hasta su proyecto de vida (Calvez 1999).
Dice Calvez (1999): “Una multitud de hombres está condenada a trabajos manufactureros en fábricas, embrutecedores, malsanos y peligrosos, y toda esa masa está destinada a una pobreza de la cual no sabe cómo salir.” Pero esta afirmación no es novedosa —ya fue sostenida por Hegel en los albores del siglo XIX—: al producirse la división del trabajo, muchos quedan prisioneros del "trabajo dividido". En casi todos los casos, la expulsión del trabajo es vista como una condena, cuando —según lo anterior— es una salvación. El trabajo es deshumanizador, genera odios y enfrentamientos, riqueza y miseria.
Por el contrario, privar al hombre del verdadero trabajo, al igual que privarlo de la palabra, es arrancarle su identidad. Es a través del trabajo que el hombre se apropia de la naturaleza sensible. El trabajo —según Marx— pertenece a la esencia del hombre. En él el hombre se afirma desplegando una actividad física e intelectual. Pero para que eso se produzca el trabajo no debe ser alienante, ni generador de subordinación, inhumanidad, pérdida de identidad, extrañamiento con respecto a lo producido. El trabajo fastidioso, arrancado a la fuerza, es un trabajo alienado. En este caso el trabajador se aleja del producto, se enfrenta con el producto, se vuelve extraño respecto de él. “Cuanto más se mata el obrero trabajando, más poderoso se torna el mundo material ajeno a él que crea frente a sí, más pobre se vuelve él y su mundo interior, menos se pertenece el obrero a sí mismo”, dice Marx (Calvez 1999).
Por el trabajo el hombre no solamente transforma la Naturaleza, adaptándola a sus propias necesidades, sino que también se realiza a sí mismo como hombre; es más, en cierto sentido deviene más hombre (Calvez 1999). Pero no lo logra de cualquier manera, con cualquier tarea, sino mediante un trabajo digno. Tal vez la crisis de trabajo nos permita replantear en serio esta posibilidad. Cuando la Revolución Industrial multiplicaba las demandas de mano de obra era más difícil hacerlo. En medio de la crisis pueden generarse algunos interrogantes fundamentales.
Algunas conclusiones a partir de lo desarrollado en esta sección:
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El trabajo es una realidad humana, una creación cultural que humaniza lo natural.
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El trabajo es factor de realización e identidad, permite que el hombre se descubra y se reconozca en sus obras y productos.
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El trabajo es mucho más que la producción histórica determinada por la Modernidad.
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El trabajo —aún en su reformulación— implica esfuerzo, dolor, compromiso moral, constancia, paciencia, pero también puede asociarse al sentido de alegría y plenitud por la obra realizada.
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El trabajo implica producción de elementos concretos e intangibles, perecederos y perdurables, pero no implica necesariamnte un reconocimiento en términos de salario o valor de cambio. Entre otras cosas porque no hay un parámetro absoluto que asigne valor a las producciones. (10)
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La verdadera dimensión del trabajo debería hacer posible un hombre polidimensional (no unidimensional) que sepa alternar entre el trabajo, el deporte, el ocio, el voluntariado, etc.
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¿No se debería intentar promover un cambio en la concepción del trabajo desde un pensamiento no legitimador sino movilizador? (11)
3. OTRA SOCIEDAD PARA OTRO SENTIDO DEL TRABAJO (12)
He aquí una de las proclamas que intentan definir salidas a la situación actual: “Se trata de desconectar el trabajo del ‘derecho a tener derechos’ y, sobre todo, del derecho a lo que es producido y producible sin trabajo, o cada vez con menos trabajo. Se trata de cambiar la sociedad. El problema central no se resolverá a menos que el ‘trabajo’ pierda su lugar central en la imaginación de todos.” (Gorz 1998) Y esto es precisamente lo que los centros de poder se esfuerzan por impedir, con la ayuda de expertos, funcionarios e ideólogos.
Es necesario definir nuevos derechos y nuevas libertades, nuevas seguridades colectivas, nuevos arreglos del espacio urbano, nuevas normas sociales compatibles con el tiempo elegido y la multiactividad. Una sociedad que desplace la producción del lazo social hacia las relaciones de cooperación, reguladas por la reciprocidad y la mutualidad, y ya no por el mercado y el dinero. Una sociedad en la cual cada uno pueda medirse con los otros, ganar su estima, demostrar su valor no por su trabajo profesionalizado y por el dinero ganado, sino por una multitud de actividades desplegadas en el espacio público y públicamente reconocidas y valorizadas por otras vías que las monetarias. (13)
A esta altura del desarrollo de la humanidad, es necesario disponer de un ingreso que satisfaga las necesidades de manera suficiente y estable. Pero la necesidad de actuar, de obrar, de medirse con los otros, de ser apreciado por ellos, es una cosa diferente. No deben confundirse necesariamente, aunque toda la historia reciente haya identificado ambas funciones. Parece ser que no hay trabajo si no hay un trabajo encargado, socialmente reconocido y pagado por quien lo contrata; y que no hay ingreso si el mismo no proviene de la remuneración por un trabajo. Con esta identificación, se confunden los diagnósticos y las soluciones: lo que falta no es trabajo, sino la distribución de las riquezas para cuya producción el capital emplea un número cada vez más reducido de trabajadores (Gorz 1998). Es esa identificación la que debe ser desarmada.
Numerosos autores (de ideologías opuestas) se atreven a adelantar cómo será el futuro. Para algunos, el mundo sin trabajo será el inicio de una nueva era en la que el ser humano quedará liberado de una vida de duros esfuerzos y de tareas mentales repetitivas. Para otros, la pérdida masiva de puestos de trabajo generará desazón social e innumerables disturbios. Pero prácticamente todos coinciden en un punto: entramos en un nuevo período de la historia en el cual los procesos de automatización sustituirán a los seres humanos en la fabricación de productos y el suministro de servicios. ¿Una sociedad sin empleos? Resulta extraño y difícil de imaginar porque afecta la idea que tenemos de cómo organizar a muchas personas en un todo social armónico, y nos vemos enfrentados con la perspectiva de tener que replantearnos las bases mismas del contrato social (Rifkin 1997).
Una de las soluciones sería repartir mejor el trabajo y la riqueza. El derecho a un ingreso suficiente y estable ya no tendría que adoptar la forma de un trabajo encargado y pagado. Deberían crearse las condiciones para hacer posibles actividades múltiples, cuya remuneración y rentabilidad no fueran una condición necesaria o un fin. El tiempo de trabajo dejaría de ser el tiempo socialmente dominante (Gorz 1998).
«Trabajo para todos» es el valor que se pretende inculcar para avanzar hacia una nueva sociedad. Se debe dividir el trabajo socialmente necesario en dos partes: el empleo formal remunerado y el resto del trabajo socialmente útil, y no circunscribir la responsabilidad de toda la sociedad a la producción y el empleo remunerado. La "actividad plena" se dará en el campo de la sociedad y de la cultura, no sólo en el de la economía.
Diversos autores aportan y definen algunas ideas para una nueva categoría, la "multiactividad":
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contratos de actividad que no rompan el lazo con los asalariados pero que no los sujeten a una empresa o empleador sino a un grupo de empresas que van haciendo circular su personal según sus necesidades;
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pluriactividad, es decir la posibilidad de que el personal salga de la esfera de la empresa y brinde sus servicios en ámbitos públicos, respondiendo a demandas sociales;
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un ingreso continuo por un trabajo discontinuo, con la posibilidad de organizar en forma personal los tiempos (derecho al tiempo elegido);
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garantía de un ingreso mínimo de reinserción laboral: una indemnización para quienes no tienen trabajo ni protección que se asemeja a las escalas mínimas de remuneración de los trabajos de baja calificación, con la condición de brindar trabajos de utilidad social;
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asignación a todo ciudadano de un ingreso social suficiente de modo que cada uno pueda disponer de libertad para negociar condiciones de trabajo dignas, sin verse obligado a aceptarlas bajo presión y desprovisto de cualquier protección (Gorz 1998)
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asegurar a todos el ingreso por existencia, separando la satisfacción de las necesidades de la ejecución de un trabajo (14) (Calvez 1999); eliminando la idea de que todo hombre se debe ganar la vida trabajando, a menudo en condiciones obligadas, indeseadas y al solo efecto de atender a su subsistencia. De alguna manera, esta discutida asignación universal le devuelve dignidad al hombre y lo obliga a repensar el trabajo en otras dimensiones (Calvez 1999).
La visión de un mundo más rico y equitativo aparecía en los sesenta en los escritos de Marcuse y se intentaba plasmar en las universidades del mundo, desencadenando los movimientos estudiantiles y revolucionarios de París y de otras geografías. La realidad es que 30 años después, los manifestantes de aquellos tiempos —rondando hoy los 50 años de edad— están en alguna de las dos orillas del mercado: son los ejecutores de una política y de una economía que ha hecho un uso pragmático y despiadado de la tecnología, o son las víctimas silenciosas de un sistema que los ha borrado.
En la actualidad se demanda con persistencia el recorte de la semana laboral. Esta demanda es promovida tanto por líderes sindicales como por economistas. La idea es acortarla (sin reducir los salarios), lo que permitiría humanizar la vida de los trabajadores y ampliar el mercado laboral. El mismo trabajo para más trabajadores. Esta propuesta se suele asociar a ideas de flexibilización en los horarios y a una utilización de los centros de producción a tiempo completo (Rifkin 1999).
Hay un efecto interesante en esta opción: el trabajador que debe reducir compulsivamente el tiempo de trabajo redescubre su papel en la familia y suele interesarse en actividades propias del ocio o del estado de no obligación (tareas voluntarias, creaciones personales, participación en organizaciones no gubernamentales, etc.). La respuesta a la inquietud de Marcuse («¿Qué hacer para ampliar las dimensiones de un hombre unidimensionalmente preparado para el trabajo?») está siendo exigida por la realidad. De alguna manera, este tiempo ocioso está generando verdaderos "trabajos" que responden a la necesidad de personalizarse de los individuos y les da la posibilidad de generar algo propio más allá de las exigencias externas de un mercado que se las ha ingeniado para robarles hasta la creatividad y las ideas para ponerlas al servicio de sus intereses (Rifkin 1999).
Si los estados socialmente benefactores del pasado han desaparecido del escenario, alentando el protagonismo de una economía de mercado, es hora de que adquieran un nuevo protagonismo. Es cierto que un sector de la población puede alternar sus actividades obligatorias con las opciones voluntarias, pero para muchos las acciones voluntarias serán la única posibilidad. Es necesario que los gobiernos piensen en establecer salarios sociales, como alternativas de pago y beneficios de asistencia pública a los desempleados permanentes dispuestos a ser reeducados o dispuestos a emplearse en el servicio a la comunidad. Estas ayudas sociales dejan de ser dádivas para convertirse en derechos sociales, que redundarán en beneficio de la comunidad. Por supuesto que exigen un tipo de gobierno dispuesto a administrar adecuadamente los recursos provenientes de una prolija recaudación impositiva sobre las verdaderas riquezas y las verdaderas ganancias.
Los mismos gobiernos pueden pensar en reducir los costos del trabajo, asegurando con su eficiente intervención los beneficios sociales que todo trabajador necesita. Es cierto que se le han transferido al empleador algunas obligaciones que un reconstituido y racionalizado estado de bienestar debería asegurar por sí mismo a todos. De esta manera algunos costos laborales se achicarían en la misma proporción en que las riquezas productivas tributarían al Estado. Una administración desburocratizada, eficiente, honesta y equitativa atendería a las verdaderas demandas sociales.
Nadie piensa que la actual situación del trabajo pueda dejar ajenos e insensibles a los gobiernos que, más allá de la globalización, deben recuperar la iniciativa, después de un shock económico aplastante y una actitud muy pasiva (Rifkin 1999). (15)
¿Qué trabajo contribuye a la personalización? ¿El trabajo asalariado o remunerado de otro modo? El ingreso necesario para la subsistencia y el consumo, ¿podría asegurarse independientemente del trabajo? ¿Puede pensarse el trabajo como algo no necesario? La falta de empleo no provoca sólo miseria sino otra calamidad social y existencial: la ausencia de una relación creativa con la Naturaleza. El trabajo debe ser visto, sobre todo, como una cuestión de expresión del hombre que, más allá de su natural dependencia, es un creador que establece con obras su presencia en el mundo (Calvez 1999).
Finalmente, se debe reconocer que tal vez estamos lejos de este concepto de trabajo, pero no es menos cierto que este "ideal" asoma a través de diversos síntomas: nuestra economía se ha convertido en una economía del derroche en la que las cosas han de ser devoradas y descartadas casi tan rápidamente como aparecen en el mundo, para que el propio proceso no termine en repentina catástrofe. Este consumo obsesivo y desmesurado multiplica geométricamente los excluidos en proporción inversa al beneficio que otorga a los incluidos. Tal vez los que disfrutan del banquete deberían pensar en racionalizar sus goces para no sucumbir en un mundo invadido por productos y artefactos que provoca la muerte de muchos otros (Calvez 1999). (16)
4. UNA NUEVA EDUCACIÓN
Numerosos países han puesto sus esperanzas en la reeducación de millones de ciudadanos para que puedan acceder a los empleos derivados de las altas tecnologías y mejorar así su situación económica. Para tener éxito en la nueva economía los trabajadores deben estar mejor formados y más especializados, pero al mismo tiempo deben ser más adaptables y estar entrenados según los nuevos estándares mundiales (Rifkin 1999). Pero, ¿quién les asegura que su alta especialización les garantizará un trabajo estable, cierto, definitivo? ¿Puede el mejor de los servicios educativos ofrecer garantías en un mundo incierto?
Se afirma con total convicción que la educación debe preparar para el trabajo. Los encuentros entre empresas y escuelas se multiplican. Pero, ¿debe la escuela construirse respondiendo a las demandas del mercado productivo o debe ser fiel a su propia autonomía formativa? ¿No puede suceder —como de hecho sucede— que las demandas empresariales de hoy sean distintas de las de mañana y que los alumnos de hoy se estén preparando según predicciones desacertadas? ¿Cuántas empresas plantean en los discursos requerimientos educativos y luego los relativizan con sus propias propuestas de capacitación empresarial?
¿No será oportuno pensar una "educación para el trabajo" (para el homo faber, el creativo, el autónomo, el que sabe generar mundos humanos) y no para dotar de competencias al homo laborans que solamente sabe salir a la caza de escurridizos empleos temporales? ¿No deberá pensarse en una educación polivalente que forme en competencias humanas y culturales universales y que desarrolle la capacidad de aprender, adaptarse y vivir humanamente? ¿No deberíamos imaginar una educación que civilice y no una educación que especialice? ¿No fue ésa la idea que dio origen a nuestra educación universal y obligatoria del siglo XIX, confiando en que el hombre dotado de "instrumentos de civilización" sería capaz de dominar el mundo?
¿No será oportuno reforzar una educación formadora de hábitos y abierta a valores profundamente humanos que propicie el pensamiento crítico y creativo para afrontar un futuro cambiante? Al mismo tiempo, ¿no debería romperse con el hombre unidimensional y educar para el tiempo libre y el ocio, con una amplia formación cultural que permita encontrar otras (innumerables) posibilidades de realización?
¿No se trata de crear las condiciones para una nueva moral y una autonomía que permita crecer en responsabilidades para saber responder desde el propio proyecto existencial? (17) Es cierto que las mayores responsabilidades están en el ámbito de lo político, lo social y lo económico; es cierto que hay sectores sociales que tienen el control de muchas de estas ideas, pero no podemos desconocer que la educación —como en otros tiempos— puede convertirse en anticipadoras de una nueva sociedad con un perfil más humano.
NOTA FINAL
Algunos términos clave para este presente incierto y un futuro complejo son: solidaridad, consumo sin derroche (18), nuevo sentido del trabajo, realización personal, nueva concepción del tiempo, humanidad y resistencia, palabra usada por un reconocido y sufrido pensador de nuestros días, Ernesto Sábato:
“Creo que hay que resistir: éste ha sido mi lema. Pero hoy, cuántas veces me he preguntado cómo encarar esta palabra. Antes, cuando la vida era menos dura, yo hubiera entendido por resistir un acto heroico, como negarse a seguir embarcado en este tren que nos conduce a la locura y al infortunio. […] La situación ha cambiado tanto que debemos revalorar, detenidamente, qué entendemos por resistir. No puedo darles una respuesta. […] Intuyo que es algo menos formidable, como la fe en un milagro lo que quiero transmitirle. Algo que corresponde a la noche en que vivimos, apenas una vela, algo con qué esperar.”
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*
Calvez, J. I. 1999 Necesidad del trabajo, ¿desaparición o redefinición de un valor?, págs. 10-1; 13; 17-8; 23; 28-9; 31; 43; 46; 62; 64-5; 70; 82; 98; 100; 105; 115 y 123
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NOTAS DEL AUTOR
(1) Todos hablan de los beneficios de la robotización. De hecho, los procesos de automatización han invadido no sólo sectores industriales. En numerosos sectores de servicios (bancos, por ejemplo) la automatización se incentiva de tal manera que se premia el autoservicio y se castiga la necesidad de recurrir a un empleado en el tradicional mostrador. Se estima que cada robot sustituye cuatro puestos de trabajo en la economía y, si se emplean durante las veinticuatro horas del día, podrían quedar amortizados en un año (Rifkin 1999).
(2) Estos requerimientos en materia laboral —en el contexto de inversiones económicas adecuadas y de una nueva organización de la producción— serían teóricamente superiores al modelo laboral precedente por cuatro razones (Neffa 2000):
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la producción masiva, estandardizada e indiferenciada no podría hacer frente a las nuevas exigencias de los consumidores en cuanto a diferenciación y calidad;
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se obtendría la reducción de los costos y del tiempo para procesar la información;
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en lugar de buscar las producción de escala, las empresas se orientarían hacia las producción de variedad; y
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la producción especializada y flexible reemplazaría progresivamente a la producción masiva de productos indiferenciados dada su capacidad para hacer frente a la incertidumbre de la demanda y adaptarse a los cambios en los gustos de los consumidores, cada vez más exigentes.
(3) A lo largo de la historia, la supervivencia humana ha estado íntimamente ligada a la fecundidad de la tierra y los cambios de estaciones: el ritmo de la actividad económica estaba fijado por el dominio de la energía eólica, la energía hidráulica, los animales y la del ser humano mismo.
(4) En los lugares menos pensados, centrales productivas o de servicios han sido literalmente vaciadas y siguen funcionando con un encargado general de seguridad y mantenimiento y un operador que maneja las acciones a distancia.
(5) A este respecto es aleccionador (y desesperante) el final de la película Transpointing (“Justo al límite”).
(6) Lo que llamamos trabajo socialmente homologado es lo que la sociedad ha incorporado como necesario y a lo que adscribe un salario como recompensa: cuidar niños, limpiar casas, hacer reparaciones domiciliarias, etc.
(7) Algunas películas, como la inglesa Full Monty (“Todo o nada”) o la norteamericana American Beauty (“Belleza Americana”), reflejan —entre otras— estos conflictos de las personas, sus vidas, su presencia social y el trabajo.
(8) El trabajo humaniza y objetiviza la subjetividad del hombre. La producción del homo faber consiste en la reconstrucción del mundo en categorías humanas. La solidez inherente a todas las cosas, incluso las más frágiles, procede del material trabajado, pero ese material implica una intencional intervención humana, una violencia ejercida sobre lo natural. La transformación de lo natural comporta una violencia que contrasta con la padecida por el homo laborans (esfuerzo, cansancio, fatiga, repetición). Este trabajo asociado a la creación (artesanos, artistas, productores) también está asociado al júbilo y a la alegría (Arendt 1998).
(9) Aunque numerosas producciones del homo faber (invenciones, instrumentos industriales, automatización) se convirtieron y se convierten en ayuda del homo laborans. Los instrumentos creados se asocian al cuerpo del que labora para ampliar su potencia, su rendimiento, sus posibilidades. El trabajo de las máquinas viene a sustituir el repetitivo esfuerzo del cuerpo humano. En muchos casos, sustituyendo al humano, anulándolo. La mayor productividad del trabajo en lugar de aliviar (y liberar) su condición servil, se convierte en eliminación del homo laborans (Arendt 1998).
(10) Tomo por ejemplo este trabajo de exposición y escritura. Ha consumido mi tiempo y mis energías. Me ha obligado a un esfuerzo de búsqueda y de producción. He superado el cansancio de ciertos horarios o vencido la impaciencia frente a determinadas trabas en la producción. El resultado es el producto y la satisfacción (alegría) por el mismo. No tiene retribución económica alguna y sólo ha habido un compromiso moral en su realización. ¿No puede suceder otro tanto con una multitud de cuestiones humanas, según las inclinaciones y preparación de los interesados?
(11) En un trabajo anterior, Filosofía, recuperar la función profética a las puertas del siglo XIX (1998), había propuesto otro sentido de la Filosofía.
(12) Confróntense las "utopías tecnológicas" producidas entre 1888 y 1933 en las cuales diversos autores proyectaron futuros paraísos terrenales:
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Looking Backward: 2000-1887, de Edward Bellamy;
*
La nueva época, de George Morrison;
*
Perfecting the Earth: a Piece of Possible History, de Charles Wooldridge;
*
The Great Awakening, de Albert Mervil;
*
La edad de oro, de Fred Clough;
*
The Milltillionaire, de Albert Howard;
*
El día de la prosperidad, de Paul Devinne; y
*
La vida en la tecnocracia, de Harold Loeb.
Las megalópolis imaginadas reunían todas las condiciones de una construcción utópica en la que la revolucionaria estructura arquitectónica y tecnológica posibilitaba una vida social plena de virtudes y atracciones (Rifkin 1999).
(13) En este sentido, deberían revisarse las actuales experiencias de las organizaciones no gubernamentales, los voluntariados, las asociaciones sin fines de lucro que simplemente aportan sus esfuerzos a lo que consideran valioso más allá de las obligaciones laborales. Igualmente, algunas corrientes religiosas innovadoras surgieron a lo largo de la historia contrariando utópicamente las obligaciones laborales y la presencia del dinero y el salario como reconocimiento necesario.
(14) Habría que preguntarse seriamente si esta salida no ha sido ya puesta en práctica, asegurando un subsidio a determinado sector de la población a cambio de "tareas" de escasa calificación que se inventan para justificar el aporte del estado.
(15) Hay algunos indicadores que pueden aportar ideas para el futuro:
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las intermitencias en el trabajo afectan a las personas conduciendo a una discontinuidad biográfica; la discontinuidad en la biografía laboral y la contracción cada vez más nítida del tiempo de trabajo con respecto al tiempo de vida de la gente pueden reforzar la idea de que el trabajo es un problema entre otros tantos y relativizar su función de punto de orientación para la construcción de las identidades individuales y sociales;
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el acortamiento del tiempo de trabajo frente a la ampliación del tiempo libre acarrea la disminución del peso de la ética del trabajo como una imposición heterónoma para contribuir al progresivo descubrimiento de su valor intrínseco; y
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ofrecer recursos genuinos para afrontar dignamente la experiencia del desempleo (en la medida en que aumenta la experiencia del desempleo se incrementa su efecto estigmatizador, puesto que, aunque sólo apareciera concentrado en determinadas ramas de la actividad económica, es imputado a un fracaso o culpa individual).
(16) Ésta es la reiterada protesta de Sábato en su reciente obra La resistencia.
(17) En una búsqueda de aspirantes para cubrir 17 puestos de trabajo (en 1997) se presentaron 1200 jóvenes. La expresión que más se escuchaba era: «El que entra se salva.» Salvarse significaba ganar $ 900 por mes (por entonces 900 dólares), con un contrato flexible por 20 meses que no les aseguraba permanencia durante ni después de ese plazo. Los aspirantes eran jóvenes que habían finalizado su carrera universitaria. Ésta es la disyuntiva que nos amenaza en una sociedad dual: salvarnos si entramos (o si permanecemos), ser condenados si no atravesamos las barreras de entrada (o somos expulsados). Así morimos todos, unos encerrados adentro y otros "encerrados" afuera. Deberíamos pensar en otra alternativa: «No hay salvación si no es con todos.” (Schvarstein 1999)
(18) No me extiendo presentando las expresiones de Sábato sobre el tema. Pero no puedo dejar de mencionar que el mayor consumo se premia y se incentiva con más consumo y el derroche con mayor posibilidad de derroche. Si uno viaja mucho puede viajar gratis más aún; si uno consume mucho con su tarjeta de crédito puede adquirir productos de consumo gratis; si uno dispone de dinero en el banco (y de solvencia) puede lograr más dinero en condiciones ventajosas (o por premios que recompensan la fidelidad al banco y el nivel económico).
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